domingo, enero 31, 2016

411

Me levanto tarde. Tengo ganas de seguir durmiendo, pero los  llantos de Onur me preocupan. Ha quedado encerrado en el patio de atrás, entonces me paro y voy a abrirle la puerta de vidrio. 
Abro la puerta y el perro se va corriendo a la puerta delantera de la casa, que está abierta porque mi padre está comprando los diarios del domingo. Se me paraliza el corazón, la velocidad del perro lo puede llevar hasta la pista misma, como es cachorrito, aún no se ubica bien. Entonces voy tras él. 
De vuelta en casa, me sirvo jugo de naranja, café y me sirvo un tamalito de chancho. Me pongo a revisar los periódicos, me quedo leyendo durante más de media hora. Mi desayuno es interrumpido por una llamada de un amigo, que me dice que a algunas autoridades municipales nos les ha gustado una nota sobre Quilca publicado en un semanario local. Le han dicho que si no mandamos una carta notarial negando el contenido de la nota, no solo nos quitarán el apoyo, sino que también me van a denunciar. 
No me hago problemas. No haré ni mandaré ninguna carta notarial, tampoco negaré lo que se dice en la nota de la revista, una nota equilibrada, que ante todo dice la verdad para ambos lados del conflicto. Esa es la única nota que ha cubierto el desalojo de los libreros de Quilca. El único medio que vino y se atrevió a investigar e informar, fue ese. Los otros medios, en los que tenemos muchos amigos, no se atrevieron a hacer nada, algunos limitándose a la redacción de notas descriptivas que no se ajustan a la verdadera causa de los hechos. La razón es muy sencilla y debemos aceptarla como una verdad contra la que hay que luchar si es que se pretende informar: mucha publicidad en los medios de comunicación viene con el aval moral de la iglesia. 
Hago algunas llamadas para contar lo sucedido, pero también para expresar mi postura al respecto, que no voy a mandar ninguna carta notarial a la revista, negando lo que es verdad, solo porque un alcalde no quiere verse perjudicado en su propuesta inicial que en sí equivaldría a una metáfora por demás lacerante: nuestras autoridades políticas no tienen la más mínima noción de lo que es política cultural. 
Termino de hacer la última llamada y me alisto para el primer duchazo del día. En Spotify busco una seguidilla de canciones de Yes, me ubico en la etapa más progresiva de la banda. Comienzo a escuchar. La electricidad circular es lo que uno más necesita en estos momentos, sea para olvidarse de las cosas o para seguir firme en las decisiones que se han tomado, no necesariamente en relación a lo de la carta notarial, sino en que se tiene hacer algo contra lo que uno ve todos los días, la conchudez de ciertos candidatos como ese pigmeo diabólico, dueño de no sé cuántas universidades.

miércoles, enero 27, 2016

410

Me quedé hasta tarde leyendo los ensayos biográficos de Roberto Merino sobre Enrique Lihn. La lectura fue rápida y provechosa. Cuando acabé el libro salí a fumar al parque. Eran las dos de la madrugada, la temperatura no era alta ni baja, digamos que tibia, como para prescindir del uso del polo. Prendí el pucho y pensé en el tronco poético que une a la tradición poética peruana con la chilena y traté de recordar si se había escrito sobre esa relación poética invisible y llena de riqueza. 
En esas me encontraba, con ganas también de una chela en lata, cuando Onur abre la puerta con sus patas delanteras y se va a inspeccionar el parque. Fui detrás del perro, como es cachorrito, lo peor que le puede pasar es que traspase las rejas del parque. El perro corría por el parque persiguiendo a los gatos, que lo miraban con odio porque les arruinaba el encuentro amoroso. Me acerqué con cuidado para cogerlo por el lomo, pero al momento de hacerlo, se abría la puerta de la casa vecina a la mía, de donde salió Motta, una perra siberiana gigante que llamó la atención olfativa de Onur, que sin chistar fue tras ella. 
Los problemas serían más jodidos, porque Motta si podía dañar al perro, aún más que unos gatos en celo. Prendí otro cigarro. Y me calmé, Motta y  Onur se entendían, cuando mi perro se ponía muy fastidioso, la perra lo situaba lejos con un ladrido que retumbaba en todo el parque. Tomé asiento en una de las bancas y miré al cielo, en donde la luna llena hacía que la madrugada tenga un toque mágico, esa luna que en sus costuras de color plateado era el escenario de un salvaje movimiento de ballet. 
Después de veinte minutos, el perro entró a la casa. Yo me quedé un rato más, fumando y observando el movimiento sospechoso de una camioneta, era una camioneta de la comisaría de Apolo, es decir, muy sospechoso.

martes, enero 26, 2016

"el río"

Como lector tengo una fijación especial por aquellos escritores que en principio no las tenían todas consigo para forjar una obra que genere atención, ya sea en la crítica como en los lectores. Por lo general, estos escritores andan en la ribera del oficialismo cultural, aunque decir ribera es mucho, lo adecuado sería dejar sentada su implícita lejanía, ubicándolos en los extramuros de los circuitos culturales de poder, sin la más mínima chance de poder ser valorados en esos circuitos. 
Pero estos escritores, vistos como damnificados, no se hacían tanto problema. Lo suyo no era encontrar y disfrutar del reconocimiento literario, sino que asumían la escritura de ficción como una vía más de supervivencia, o sea, les interesaba vender, ver el dinero cuanto antes y así paliar necesidades y, en muchos casos, vicios. Por ello, se infiere que la calidad del material usado en la publicación no era para nada de la mejor calidad. Por lo general, estas publicaciones se vendían en el comercio ambulatorio, especialmente en puestos de periódicos, a precios irrisorios. Con el tiempo, este tipo de literatura forjó una tradición, que en diferentes partes del mundo adquirió diversos nombres, siendo el más conocido el calificativo de “Pulp”. Durante mucho tiempo la literatura “Pulp” no fue bien vista, pero desde mediados de los ochenta se le comenzó a prestar más atención debido a la riqueza temática y genérica que esta encerraba y al diálogo que exhibía con otros registros como el cine. A la fecha, la literatura “Pulp” comienza a ser estudiada por especialistas de la academia y los lectores cultos no tienen problema alguno en referirse a ella. La razón es sencilla: de esta tradición tenemos nombres que a la fecha nos resultan no solo medulares, sino también vigentes. A saber, no podemos entender la ciencia ficción de hoy sin el legado de Philip K. Dick. 
En Latinoamérica también hemos tenido una tradición similar, una narrativa que veíamos en puestos de periódicos y en galpones de puestos de libros. De nuestros narradores “Pulp”, uno destacó entre muchos, uno que es mi preferido, para más señas. Me refiero al chileno Alfredo Gómez Morel y su novela El Río (Tajamar Editores, 2014), publicada en 1962. 
Gómez Morel fue un escritor por demás extraño. Es imposible entender esta novela si pasamos por alto su vida. Hijo de una prostituta que lo abandonó, vivió en muchos orfanatos e hizo de la calle su hábitat natural, deviniendo en un desalmado delincuente infantil, juvenil, siendo de adulto un experto ladrón que recorrió muchísimos países de Latinoamérica, incluyendo Perú. No es exageración si lo catalogamos como el Jean Genet del sur y tampoco sería una exageración calificar a El Río como una de las novelas más crudas y, sobretodo, sinceras que se hayan escrito desde la más abyecta esquina de la crisis existencial. 
El escenario de la escritura de la novela se dio en la cárcel de Valparaíso, en donde Gómez Morel cumplía condena. A sugerencia del psiquiatra de la cárcel, Gómez Morel quiso dejar testimonio de su cruda/dura vida, detallando su complicada niñez, describiendo los bajos fondos que frecuentaba, presentándonos personajes que abusaban de su inocencia, convirtiéndolo en un adulto preso en el cuerpo de un niño. No estamos ante un malabarista de la lengua, menos ante un acróbata de la técnica, sino ante una pluma que dejó la piel en lo que contaba, es decir, proyectando una verdad. Es gracias a esa proyección de la verdad, a la sinceridad que transmitían las palabras del autor, que esta novela autobiográfica consiguió una popularidad entre los lectores chilenos. Esa verdad literaria se imponía y era más ante el desorden estructural, tan caros en las novelas de aprendizaje, que como tal, y más allá de la abyección del mundo representado, no dejaba de mostrar una sensibilidad en la voz del narrador protagonista: una ingenuidad y ternura en tensión en pos de una apuesta por una actitud salvaje, la única que le permitiría sobrevivir. 
Desde su publicación El Río conoció el favor de los lectores y pese a que llegó a ser traducida a varios idiomas e incluida, por ejemplo, en el prestigioso catálogo de Gallimard, con prólogo de Pablo Neruda, su legitimidad entre los entendidos tardó más de lo debido. Felizmente, a estas alturas nadie puede poner en tela de juicio su alcance literario, que vemos hoy en un rescate editorial que los lectores de grandes y ambiciosas novelas debemos celebrar por todo lo alto. No lo pienses: El Río es una proeza sin límite del arte de narrar, una prueba vigente de los insondables caminos que ofrece la novela como género literario.

409

En las tardes me doy una vuelta por el otro local de la librería para ver cómo va “Hombre sabio”. Ayer llegué poco después de las cuatro de la tarde y me puse a revisar la disposición de la librería. En la librería tenía acceso a Internet pero me había olvidado de llevar mi Laptop. “Hombre sabio” me dice que patas y flacas me han estado buscando en estos días, a quienes les ha dicho que me pueden encontrar en las tardes. 
Cerca de las cuatro de la tarde me dirijo al Don Lucho, en donde me encuentro con Jessica y Pedro. Hablamos del tema que nos compete, el futuro de la gente que integraba el Boulevard Quilca. Como en toda reunión, hay puntos de vista distintos, pero un solo fin, el cual es mantener la tradición que se generó en el Boulevard. 
Desde la mesa del Don Lucho puedo ver la tienda de Selecta y cuando “Hombre sabio” quiere hacerme una consulta, me llama, y ahora le respondo viéndolo sin que él se dé cuenta que lo estoy viendo, direcciono a la distancia algunas ventas y hago algunas recomendaciones de poesía para los lectores que buscan precisamente poesía. 
En unas horas tendremos una reunión con un abogado, porque lo que hay que hacer es registrar y formalizar al grupo. La reunión con el abogado es en una hora y media. Pero también esperamos a una joven periodista, que nos ha pedido algunas fotos más para reforzar su nota que nos hizo días atrás. 
La periodista se demoró en llegar a la hora acordada debido a una entrevista que se alargó, y cuando recibo su llamada me encontraba en la reunión con los demás expositores. El lugar en el que estábamos era cerrado y no recibía la señal del cel. A cuenta de uno de los expositores que llegó tarde a me entero que la periodista había llegado hacía veinte minutos. Entonces salgo a buscarla. Al llegar al portón del Boulevard, Jacqueline me dice que la periodista y su fotógrafo aprovecharon un momento de descuido del guardián interino, que abrió uno de los portones para recibir una bolsa, seguramente de comida. La periodista y su fotógrafo entraron corriendo, a la guerra. La llamé y las llamadas solo quedaban en el sonido de la intención. Me preocupé un poco porque lo más probable era que la gente dentro del Boulevard la haya estado amenazando. 
Después de cinco minutos salieron del Boulevard. Su fotógrafo hizo las fotos que estaban buscando para su nota. No necesité preguntarle cómo estaban las tiendas, su rostro de impresión y espanto manifestaban el saqueo que hicieron de las tiendas. Los que cuidaban el espacio, al ver que el fotógrafo y ella recorrían los pabellones, llamaron a la policía para denunciarlos como invasores. No se hicieron problemas, en sus rostros también se reflejaba la costumbre de este tipo de acciones propias de la actividad periodística. 
La acompañé hasta la otra tienda de Selecta. Le di un cigarro y barajaba la idea de preguntarle cómo estaba mi tienda, dudé, a veces es saludable no saber la verdad, pero la curiosidad es una punzada de mierda mucho más fuerte que la mera especulación. Ella me dijo que la puerta corrediza de metal de Selecta estaba en diagonal, esta puerta había sido forzada para sacarla, como no se pudo desprender de uno de sus extremos, quedó en diagonal. Ni hablar de las otras tiendas, todas destruidas por el saqueo. Cruce la pista, me compré una chela en lata y prendí un pucho.

domingo, enero 24, 2016

Contra la incultura

En los últimos cuatro años he sido librero. Antes de abocarme a este oficio era un comprador compulsivo de libros, un cazador de títulos que devoraba ni bien regresaba a casa. Más allá del pequeño circuito de librerías limeñas, me sentía más cómodo en el alternativo: pienso, pues, en los puestos libreros de Amazonas, pero muy en especial en aquellos de la segunda cuadra del jirón Quilca, en el Centro Histórico.  A los 18 años llegué al Boulevard de la Cultura Quilca y nunca dejé de frecuentarlo (nunca pensé que llegaría a tener allí una librería). Este boulevard era un espacio donde no solo podías comprar buenos libros, también eras partícipe de su oferta cultural. A saber. En su auditorio se llevaban a cabo presentaciones, recitales de poesía, obras teatrales, conciertos, ciclos de cine y exposiciones de pintura. Consignemos también que el boulevard revivió una calle histórica que hasta antes de su instalación era inviable para todo tipo de comercio. 
Por esto, la desaparición del Boulevard Quilca y el desalojo de sus libreros hace unos días es una cruda metáfora de lo que es el Perú hoy por hoy: no sabemos cuidar, ni promocionar los espacios dedicados a la difusión cultural. Quilca era un pulmón literario, cultural y artístico de Lima. La sociedad peruana se jacta de su progreso económico, pero no dice nada de su nulidad cultural. Lima, con sus más de diez millones de habitantes, tenía allí una alternativa para lectores de todos los estratos sociales que acudían a comprar libros, a encontrarse y conocerse. El espacio ya no existe y nadie en su sano juicio debería estar satisfecho por ello, sino avergonzado. 
Que la desaparición del Boulevard Quilca sea una oportunidad para que el Estado y sus organismos propicien la aparición de otro boulevard cultural en pleno centro de la capital. La ignorancia y la prepotencia ganaron una batalle, mas no la guerra contra la incultura. 

… 

Publicado en El Dominical.

sábado, enero 23, 2016

408

Por alguna razón, he visto la transmisión de una película en varios canales de cable. Cuando me topaba con ella, la película en cuestión ya había empezado y en cada uno de estos encuentros miraba lo que quedaba. De esta manera, armé un rompecabezas de secuencias hasta tener un panorama completo de ella. Me gustó este método y sirve de mucho, en especial cuando sientes flojera de buscar esta película entre las miles de películas que tengo en mi casa, en especial las que he guardado en cajas de leche Gloria debajo de mi cama. 
No es una obra maestra, pero con los años se ha convertido en una película de culto. Razones varias, pero una se me viene a la mente: su epifanía que depende de nuestro recuerdo emocional asociado a nuestra primera juventud, en ese puente entre la adolescencia y la vida fuera del colegio, puente signado por un incontenible espíritu de arrechura y violencia. Hablo de una etapa en la que alguna vez nos hemos sentido un “guerrero”. Cada quien a su modo libraba una batalla, contra lo que sea, hasta con uno mismo. O también podrías asumir esa etapa como una metáfora callejera de la supervivencia. 
Es por ello que sin grandes actuaciones y con modestia en presupuesto, The Warriors (1979) de Roger Hill aún permanece en el imaginario de dos generaciones, al menos. El argumento es por demás sencillo. Los pandilleros son convocados por Cyrus, líder de los Riffs, a una reunión de pandillas para dar a conocer los planes que realizarían en conjunto. Cyrus es un orador que hipnotiza, las pandillas congregadas celebran los planes del líder, puesto que juntas serían un ejército de casi 90 mil soldados contra los 20 mil de la policía de la ciudad. 
Cyrus es un becerro de oro para los pandilleros reunidos, un becerro que cae al suelo gracias a un disparo que recibe en medio del pecho. Los Riffs y las demás pandillas buscan un chivo expiatorio y acusan a los Warriors. Los Riffs ordenan que los traigan vivos o en pedazos. Entonces comienza una cacería nocturna. Los Warriors solo estarán a salvo en Coney Island. El trayecto al refugio será no menos que duro y  no menos penoso. Hay que correr, caminar y aprovechar los tramos del subterráneo. Sortear las emboscadas y confiar en la suerte. 
En lo personal, también tengo presente esta película por su música. Imposible imaginarla/recordarla sin su banda sonora, que bien podría ser una de las últimas manifestaciones de la era disco con condimento psicodélico setentero.  

viernes, enero 22, 2016


407

Después de algunos días algo agitados a razón del desalojo que sufrió el Boulevard, vuelvo a las actividades de siempre, sin dejar de ayudar a los amigos y conocidos que aún no encuentran un lugar donde instalarse y así comiencen a trabajar. 
En la tarde me puse al día y pude ver Spotlight, película de la que venían hablándome bien y que daba cuenta del trabajo periodístico de The Boston Globe cuando puso en evidencia los abusos sexuales de los clérigos que durante décadas habían sido protegidos por la iglesia católica. 
No sé si esta película gane el premio de la Academia y la verdad que poco o nada me interesa si sucede o no. Se trata pues de una película moral y en su fin logró cumplir su cometido. Y claro, a más de uno le debió llamar la atención que en la lista de ciudades, que aparece al final de la película, lugares en donde la iglesia amparó y protegió a los sacerdotes violadores, figurará Chimbote. 
Terminé de ver la película y me serví un poco de helado. Lo hacía mientras conversaba por cel con una periodista que me llamó para preguntarme por el desalojo del Boulevard Quilca. La puse en contacto con las personas indicadas para que realice su nota. Ella quería hablar conmigo y le dije que no estaría a la hora que ella llegaría a Quilca, pero que podíamos hablar luego. Felizmente, terminé de hacer en Barranco lo que tenía que hacer y pude hablar con la periodista a las siete de la noche en la otra tienda de Selecta. Hablamos durante hora y media. Ella no se sorprendió de lo que le acababa de contar. Tenía en sus manos y grabadora la verdad, esa verdad que muchos medios han pasado por alto por la sencilla razón de que no pueden chocar con su majestad Cipriani. Ese es el poder de la iglesia, cuyos poderes sirven de avales amorales para muchas empresas privadas que contratan espacios de propaganda en los medios escritos, radiales, televisivos. Claro, para solapar el asunto, no pocos periodistas han publicado pequeñas notas en las que se indica que el desalojo se debió a que no se pagaba el alquiler desde hace tres años. De esta manera cumplían con informar en favor de Cipriani. 
Una vez listo para salir a Barranco, le echo una última mirada al Face, en especial a la cuenta de Yo soy Quilca. En esa cuenta estaba subiendo todas las notas de medios independientes que informaban de lo que realmente pasó el pasado 14 de enero. En poco tiempo, esta cuenta se disparó en lectoría y puedo dar fe del apoyo y el rebote que generaban los posts. La razón era sencilla: con pruebas se estaba demostrando que ese desalojo, aparte de abusivo, fue ilegal. Aunque claro, nunca faltaba un desinformado que se resistía a aceptar que su iglesia se haya portado como una apurada traficante de tierras. Los poderes en la iglesia en Perú son insondables. Cipriani tiene sus trolls que se encargaron de inhabilitar la cuenta Yo soy Quilca. Pero esto recién comienza, señores.

lunes, enero 18, 2016


martes, enero 12, 2016


406

Después de algunos días me reactivo en las actividades cotidianas. La escritura del recuento hizo que decidiera a no volver a publicar algo así en tan poco tiempo. Su escritura me desgastó un poco, pero bueno, ya descansé y ahora me abocaré de lleno a algunas actividades que estaba postergando a razón de las fiestas de fin de año. 
El viernes tendré como invitado a Oswaldo Reynoso en el ciclo de charlas que llevo a cabo en la librería El Virrey del Centro Histórico. Me pongo a releer las notas que en su momento hice de la obra de Reynoso, acto que significa una vuelta a los años en que deambulaba por el centro de Lima en busca de libros y música. Hubo un tiempo en que no me gustaba recordar esas épocas, meses y años cubiertos bajo la sombra de la dictadura fujimorista. Esa época, para los que la vivimos, significó un brusco paso de la abulia al estallido emocional, al menos para los que por posería o convicción habíamos decidido manifestar nuestra furia con la dictadura, o para quienes simplemente querían hacer desorden en medio del aburrimiento. 
Más de una vez he hablado de esas protestas y marchas, de esos años con los lectores, específicamente los más jóvenes que frisan los 25 años, cuyo nivel cultural es superior a los de la mayoría de su generación, soy testigo del asombro que reflejan sus rostros, quizá el mismo asombro que uno tenía cuando los mayores me hablaban de las protestas y marchas de los setenta, tiempo lejano y épico.

domingo, enero 10, 2016

"una dama extraviada"

No son pocos los que consideran a la tradición narrativa norteamericana como la que marcó la pauta en influencia durante el siglo XX, cuyos ecos aún pueden sentirse en lo que va del presente siglo. Esta consideración podría resultar enojosa para algunos, puesto que también contamos con otras tradiciones narrativas que también han marcado un sendero estilístico y temático del que siguen nutriéndose, a la fecha, cientos de escritores y lectores. Pero en lo que se diferencia la narrativa norteamericana es que no solo depende de sus grandes nombres para imponerse como la capitana en cuento y novela. Las explicaciones a esta realidad podrían ser variadas, partiendo de la geografía (en este aspecto podríamos hermanarla con la narrativa rusa, que se nutre del concepto del poder y magnitud de la tierra) al desarrollo de una industria editorial que ha motivado y motiva a no pocos a considerar el ejercicio de la escritura de ficción como un modo de vida. 
Una ligera mirada a los nombres medulares de esta tradición nos lleva a afirmar que sí tiene gigantes, pensemos en Faulkner, Hemingway, Dos Passos, Fitzgerald, Wolfe, Goyen, Malamud, Bellow, Updike, Barth, Gaddis, Gass, Oates, McCarthy, DeLillo…, la lista podría seguir creciendo hasta dejarnos pasmados ante tanta estrella literaria. Y eso que no hablamos de las voces de los últimos veinte años, como Palahniuk, Eugenides, Foster Wallace, Lethem, Eggers y Vollmann. 
Entre tantas plumas de peso, es lógico y entendible que se pierdan voces que no han llegado a ser del todo conocidas por los lectores. Por ello, celebremos los rescates de las mismas, rescates que poco a poco comienzan a instalarse en el imaginario del lector interesado. Pienso en Willa Cather, narradora especial, de prosa adictiva, de quien podríamos decir que fue una mujer adelantada para su época en cuanto al espíritu independiente que asumiría la mujer a comienzos de la segunda mitad del siglo anterior. A saber, cuando estudió en la Universidad de Nebraska, lo hizo bajo el nombre de William Cather y siempre asistió a las clases vestida como hombre. Pero bueno, estos son datos que condimentan una posible leyenda de la escritora. Lo que nos debe interesar, sí, es la seguidilla de rescates de sus títulos, que nos descubren a una voz entregada a la desazón emocional y temblor psíquico que percibimos novelas como Una dama extraviada (Alba, 2012), publicada en 1923. 
Una palabra para definirla: deliciosa novela corta que se lee en una sola sentada. En la brevedad, Cather cuenta mucho. Nos pone en primer plano el paulatino progreso del oeste gringo entregado a la dominación de los ferrocarriles. La protagonista, Marianne Forrester, esposa de un magnate del ferrocarril, tiene muy definidos sus objetivos. Se porta como lo que es, una dama posicionada. En paralelo al andar de Forrester, encontramos a Niel Herbert, un joven admirado por la vida de los Forrester y testigo de primera fila del derrumbamiento de la bonanza y progreso de la industria de los caballos de acero. Cather relata la pérdida de los lujos que rodeaban a Marianne, que, para más desgracia, enviuda, y la enajenación de Herbert por ella. Cather pincela las situaciones y conocedora de los rigores de la novela corta, no hay palabra alguna que sobre o falte. Sin embargo, lo que prevalece en la autora es la poesía árida que sustenta su estilo lacónico, una poesía con sabor a tierra y roca, como en su momento hemos visto cuando leíamos a James M. Cain en El cartero llama dos veces y las novelas de McCarthy. No me extrañaría para nada que haya sido una influencia en estilo para el autor de Meridiano de sangre. Ajá, palabras mayores. 
Cather se yergue como una maestra de la cirugía emocional y una denunciante de la doble moral. Además, a medida que conocemos a Marianne y a despreciables personajes como Ivy Peters, accedemos en toda su plenitud al tópico que marca el curso de la novela: la importancia de las apariencias, en cómo nos ven los demás.  
Dos años después de la publicación de la novela, Fitzgerald publica El gran Gatzby y le escribe una carta a Cather, a quien le expone su temor por las “similitudes entre ambas novelas”. Fitzgerald estaba muy preocupado de que se le acuse de plagio. Cather le responde al cabo de unas semanas y le dice que no se preocupe, porque no hay nada que temer. Lo que Fitzgerald no sabía aún y Cather sí, es que la apariencia, o llámese también arribismo, sería el Tópico no solo de la narrativa gringa, sino también de su cine y su teatro, hasta 1950.

viernes, enero 08, 2016

"los diarios de Emilio Renzi - años de formación"

No tengo duda alguna de que este el mejor libro en español que he leído este 2015. Aunque para ser francos, no ha sido un año  generoso en títulos imprescindibles. Quien lo afirme, pues ya ha sido absorbido por la demagogia y la mentira editorial. Los diarios de Emilio Renzi – Años de formación es una lectura obligada para todo aquel que se precie de lector. Su autor, el escritor argentino Ricardo Piglia, como bien sabemos, es dueño de una obra rica en epifanías que desde hace dos décadas viene marcando un magisterio narrativo en no pocos narradores hispanoamericanos. 
Serán tres tomos los que conformen la publicación de los ya míticos diarios de Piglia. En este primer tomo accedemos a los inicios de su proyecto, de 1957 a 1967. Obviamente, hablamos de una selección y quizá de una posible y entendible reescritura de los mismos, que nos presentan a un Piglia joven y curioso, al que por sobre todas las cosas le interesa formarse como escritor, forjando en el transcurso de los años un canon personal de libros y autores. A saber, no resulta gratuita su fascinación por el laconismo y la elipsis, prefiriendo a Hemingway en lugar de Faulkner. En este aspecto, vemos que el autor no se dejaba guiar por la influencia dominante. Si entre sus gustos no se ubicaba Faulkner, no era porque no lo entendiera, en absoluto, sino que su desapego partía del principio que lo conocía a cabalidad, como pocos compañeros generacionales y muchos escritores cuajados y obnubilados con el norteamericano. Piglia iba por otro lado, hacia otra búsqueda, asumiendo la vida bajo como una esponja, es decir, nutriéndose no solo intelectivamente, sino también en experiencia de vida. Lo mismo podríamos decir de su afición por el cine. Tanto en la experiencia de la lectura y como espectador, Piglia se muestra como un cuestionador permanente, en tajante postura política, muy acorde con el contexto de la época en la que un intelectual o creador debía apostar por un discurso ideológico. Y en lo anecdótico, aunque no menos revelador, nos encontramos con un hombre entregado a la búsqueda involuntaria de mujeres casadas, que no es más que una puesta en bandeja de sus zonas oscuras, por ello, humanas y lejanas de adorno. En este aspecto, quizá más de uno podría conferirle una lectura frívola, mas no es así, sino más bien es un muestreo de sus miserias, porque ni en su faceta de conquistador de mujeres casadas se pinta como ganador. Pero lo que más nos interesa, y no solo a los seguidores y conocedores de su obra, es ver desde un lugar privilegiado las cuitas y plenitudes de un joven que se encuentra y justifica a sí mismo en la experiencia de la escritura. 
En este primer volumen frecuentamos las temáticas y búsquedas formales que desarrollaría después en su obra de ficción. Por esta razón, me aúno a los comentarios que han señalado esta característica. Pero lo que también debería señalarse como cualidad es la trastienda que los diarios significan en la obra crítica del autor. A la fecha, nadie puede negar la solvencia y proyección de su vena crítica, que al igual que en su creación, ha marcado también una pauta en la crítica literaria. No olvidemos que si no fuera por él, hay que ser justos, autores como Roberto Arlt no hubieran conseguido los lectores y seguidores que sí tienen hoy por hoy. Afianzamos la impresión del espíritu crítico de Piglia, canalizado por su voracidad lectora y conocimiento de la tradición, formación teórica, pautadas, sí, y como ya se señaló, por su ideología política de izquierda, rasgos que podemos notar como una marca de agua en obras imprescindibles (o cimas) como Formas breves, Crítica y ficción y El último lector
No nos debería extrañar que el registro del diario haya sido el ideal para plasmar y canalizar el nervio verbal de un joven por demás indignado y al que le fastidiaba sobremanera la exposición pública, con mayor cuando empezaba a recibir elogios por sus textos publicados en revistas. Solo en el registro del diario Piglia podía llamarse Emilio Renzi, tensando de esta forma su realidad inmediata e íntima en pos de la libertad a alcanzar en la escritura. 
Años de formación es la primera prueba de su legitimidad alcanzada desde hace mucho tiempo, legitimidad tanto en lo literario como en lo moral (llámale consecuencia). Felizmente, sus lectores tendrán en adelante dos pruebas más. 

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Publicado en EBL

jueves, enero 07, 2016

405

En estos días vengo releyendo, bajo una agradecida y excesiva lentitud. De vidas ajenas de Emmanuel Carrére. Mientras lo hago, me pregunto si el francés no es el escritor que me más gusta hoy en día. Lo que cuenta, en otra mirada y escritura, no sería más que un muestrario anodino de cursilería. Se percibe una fuerza que arrolla en la reflexión. No es usual encontrar esta capacidad de reflexión y despliegue de sensibilidad. 
Releo el libro durante la madrugada, tratando de encontrar el secreto de la costura narrativa de esta poética que se vuelve excluyente para quienes han tenido la suerte de leerlo. Releer los libros de Carrére es una obligación. Como era de esperarse, me llevé el libro a la librería. 
Cuando me dispuse a seguir la relectura, a eso de las cinco de la tarde, recibo la llamada de “Cachetada nocturna”. Me extraña recibir una llamada de “Cachetada”, por un momento pensé que había ocurrido algo, puesto que él no suele llamar durante el día. Mas su voz tranquila y algo ronca denotaba una normalidad. Seguramente se habrá hueveado al marcar mi número, pensé. 
“Cachetada” me preguntó por la raza de mi perro Onur. No supe responder, se supone que es un pekinés, como sus padres, pero Onur no tiene el rostro aplastado de los pekineses. Más de una vez he barajado la posibilidad de que Onur sea producto de una infidelidad de su madre. Le pregunté a “Cachetada” por qué quería saber la raza de mi perrito de no más de seis meses. Iba a recibir su respuesta pero un ruido lo interrumpió, su respuesta demoró, me dijo que se le cayeron los platos que estaba lavando en el lavadero. Al rato me comentó que acababa de comprarse una perra de año y medio y su intención era cruzarla con Onur. ¿Cómo? Sí, cruzarla con tu perro y así mis cachorritos me salgan bonitos. ¿Qué? Oe, “Cachetada”, mi perrito a duras penas llega a los seis meses. No importa. 
No había que pensarlo mucho. Le diría que espere unos meses puesto que mi perro aún estaba reconociéndose, aunque a decir verdad, lo he venido percibiendo inquieto a razón de las perras del barrio que se le acercan cada vez que se le pasea en el parque. 
Era una locura lo que proponía “Cachetada”. 
Llevaba más de cinco minutos insistiéndome en cruzar a Onur con su perra. 
¿Y cómo se llama tu perra? 
Wendolain. 
¿Cómo? 
Wendolain. ¿Bonito nombre, no? 
Corté la llamada y seguí en la relectura de Carrére.

miércoles, enero 06, 2016

"fiesta en una botella"

Descubres a un autor y cuando lo comienzas a leer te das cuenta de que ya sabías algo de él, al menos tienes nociones de sus tópicos, además, se te hacen muy familiares su voz y su mirada. Pues bien, antes de ponerte a averiguar más del autor, decides terminar su libro de cuentos Fiesta en una botella (Contraseña, 2011)
La primera impresión: los presentes cuentos generan una extraña adicción. 
¿Qué es lo que tenía el británico John Collier (1901 – 1980) para generar esta extraña adicción? Sencillamente, él nunca se hizo problemas al momento de escribir. Los textos del presente volumen nos muestran a un Collier adepto de las formas clásicas de la narración, sin embargo, es la sustancia, el condimento, obra y gracia de su voz y mirada, que dotan de distinción a los mismos, distinción que nos lleva hacia un hechizo en donde el absurdo argumental, la malicia de sus personajes, el humor corrosivo/hiriente y la ironía se imponen como los protagonistas en estos relatos que en otra pluma hubieran arribado al olvido. Y Collier mezcla verosimilitud con lo inverosímil, funge de DJ en trance, lleva al lector a su ritmo. El lector no tiene otra opción que entregarse a la irrealidad de las situaciones, tal y como lo podemos ver en el relato homónimo que titula la publicación, en “Ah, la universidad”, “Azul oscuro”, “Otra tragedia americana” y “Bastante cuerda”. Tampoco puede hacer mucho cuando se enfrenta a “Un aperitivo”, “El diablo, Georgie y Rosie”, “En las cartas”, “Por el seguro”, cuentos que ofrecen esa mágica peculiaridad de obsequiar al lector más de una lectura interpretativa, bien pueden transitar del humor a la realidad fantástica, deviniendo en un terror psicológico sensorial y mental, o en todo caso: en la explosión conjunta de todas estas características, a saber, pienso en “Onagra” y “De Mortuis”. 
No hay que pensar mucho en la poética de Collier. Collier era de esos escritores tocados por el apego al detalle, en él todo cobraba vida, desde un trasto inservible en un almacén hasta los gestos y giros verbales de un personaje por demás inane. A partir de allí construye un microcosmo en conflicto. El lector tiene asegurada la travesía mientras lo lee. En cambio, el lector con ansias de aprender a escribir y de conocer los circuitos narrativos, tiene en sus manos un manual de narrativa premunido de riqueza temática. 
John Collier fue un autor prolífico en el sentido más amplio, abordó casi todos los géneros, pero destacó en el que solo unos cuantos pueden alcanzar trascendencia y epifanía: el cuento. No por nada, su nombre figura como una predilecta voz tapadita entre los más destacados escritores del siglo pasado, atravesando generaciones, imponiéndose a los registros narrativos de moda. Entre sus hinchas, para más señas, encontramos a Ray Bradbury, Anthony Burguess y Michael Chabon. 
Líneas atrás señalé que me parecía conocer de antemano los cuentos de Collier. Se trataba de un conocimiento asociado a la memoria, a la memoria infantil cuando en las noches ochenteras veía durante media hora Alfred Hitchcock presenta. Sabemos que Hitchcock adaptó al cine novelas conocidas por su medianía. Pero esto no ocurrió con su serie para la televisión, allí tenía que ir a lo seguro, puesto que la maestría narrativa se patentiza en las distancias cortas, tanto para lo visual y lo escrito. Entonces, que no nos extrañe saber que el maestro haya adaptado todos los relatos de Fiesta en una botella.

sábado, enero 02, 2016