domingo, mayo 31, 2015
Los fines de semana me dedico a ver
películas. Trato de ver todos los días una película diaria, pero son los fines
de semanas en los que intento ver cuatro, por lo menos. Prácticamente no
escribo, solo leo y veo películas. Podría pensarse que ando muy al tanto de las
novedades de la cartelera, pero no, lo que hago es volver a las películas
setenteras y ochenteras que se me antojan, como también llenar los vacíos. Por
más que sigas la trayectoria de un director, y con mayor razón si este es
prolífico, nunca llegas a conocer todo de él. Al menos, ese es mi caso. Admiro
a muchos directores, pero al momento de los tributos emocionales, me doy cuenta
de que me faltan uno que otro título, los cuales quiero ver, pero esas ansias
me sobrepasan y me disminuyen al querer comprarlos y no encontrarlos, tal y
como me sucede, quizá a manera de castigo por no haberlos visto en su momento.
Este domingo no iba a ser distinto a los
otros. Al menos, no quiero repetir lo del domingo pasado, en que me quedé hasta
tarde terminando y revisando un ensayo sobre Miller. Después de mandar ese
ensayo, me propuse no volver a escribir los domingos. Obvio, lo dicho atenta
contra lo que algunos escritores jóvenes y trajinados dicen, que no hay que
postergar la urgencia por escribir. En lo personal, siempre he pensado en lo inútil
que es escribir bajo la urgencia. ¿No sé qué puede salir de la urgencia? Creo
que muy pocas cosas para destacar. Al menos ese es el convencimiento al que
llego luego de leer los libros de los escritores que hablan de la urgencia.
Obviamente, no solo me refiero a lo que escriben los escritores peruanos, también
lo he visto en no pocos autores extranjeros.
Sobre la escritura pueden decirse muchas
cosas, como este rollo barato de la señalada urgencia. En ese sentido, no me
hago muchos problemas porque veo como una total pérdida de tiempo los discursos
que se hacen sobre ella. Para escribir, como señala King en Mientras escribo, no se necesita de un
gran talento, de un don que te diferencie de los demás. Solo hay que tener la
sensibilidad lo menos ahuevada posible y administrar esa urgencia, urgencia que
para mí no es más que un eufemismo de la ociosidad.
viernes, mayo 29, 2015
297
Todo indicaba que sería una noche
normal. Cerraría la librería y me iría a casa a descansar temprano porque
mañana viernes debo levantarme muy temprano y dejar así las cosas listas para
la actividad que tendremos el sábado en el Boulevard Quilca.
Cerré la librería.
Mi idea era caminar hacia la Plaza San
Martín y tomar un taxi hacia casa. En todo el día no había hecho otra que ver
dos películas en VK, Full Metal Jacket y
The Conversation. Por ello, no me
enteré de las noticias que ocurrían en las últimas horas, no me enteré de
absolutamente nada. Solo veía esas dos películas, a lo mejor con el mismo
interés de cuando las vi por primera vez. Pues bien, mientras caminaba hacia la
plaza, me percaté de que muchísima gente caminaba en dirección contraria a la
mía, con un andar anhelante, apurado, como si faltara poco para que empezara a
correr. Seguí en mi ruta, con la idea de despedirme de “Hombre sabio” Quiñones que
a esa hora se disponía también a cerrar el otro local de Selecta, pero crucé a
la vereda de enfrente, para entrar a la tienda de siempre y pedirme una Coca
Cola, pero ni siquiera pude pedir la gaseosa, porque ahora la gente empezaba a
correr y gritar, como si estuvieran huyendo de una presencia fantasmal. Las
pisadas veloces y desesperadas hacían que tuviéramos la sensación de estar
viviendo un mínimo y creciente temblor. Salí de la tienda y vi a “Hombre sabio”
que hacía lo posible por cerrar el local, así que crucé hacia donde él para
poder ayudarlo. Para cerrar la librería hay que ajustar dos cadenas antes de
colocar los candados. “Hombre sabio” no lo podía hacer con tranquilidad, aunque
mi ayuda iba a limitarse a cuidar sus cosas, que eran presas llamativas para
los delincuentes que se cuelan entre los manifestantes, porque eran
manifestantes, tal y como me enteré minutos después.
Una nube de gas lacrimógeno se apoderó
de la intersección de Camaná con Quilca. Le pedí a “Hombre sabio” que se
apurara, pero mi petición fue más pensando en mí que en él, que la tenía mucho
más difícil que yo, porque no solo era gas lacrimógeno, sino también gas
pimienta que se apoderaba de mi puta piel sensible al sol, que hizo que me
irritara y que botara todas las lágrimas que no he botado en mucho tiempo. Por
mi rostro caían las lágrimas y el ardor se hacía insoportable. En cuestión de
segundos, los manifestantes no estaban en la calle. Todos corrían hacia Wilson,
solo teníamos la presencia de los gases que nos dañaban. Eran tantas las
lágrimas que mis lentes se me resbalaban desde la nariz. “Hombre sabio” se
llevó las manos al rostro. No podía cerrar y no podíamos dejar la librería mal
asegurada. Nos quedamos tres minutos más, que fácil fueron los más jodidos, los
más dolorosos.
Después de varios minutos, cuando ahora
nos dirigíamos a la Plaza San Martín, una plaza por demás desierta, hablábamos
de las manifestaciones que vienen ocurriendo en las últimas semanas. Nos
despedimos. “Hombre sabio” se fue por el Jirón de la Unión y yo por Belén. En
mi trayecto, y ahora más calmado, pensaba en los nuevos jóvenes rojos del país
que salieron a protestar contra todas las chanchadas que viene cometiendo este
gobierno, jóvenes rojos que hacen lo que los treintones y cuarentones rojos no
se atreven a hacer.
Siempre voy a apoyar todo tipo de
manifestaciones. En este caso, los jóvenes rojos quieren a este presidente y su
esposa fuera del poder. Intentan limpiar las chanchadas que no se atreven los
rojos mayores, esos rojos que apoyaron a este presidente mediocre a llegar al
poder, apoyándole sin tener en cuenta sus anticuchos sobre violación de derechos
humanos, porque esa es nuestra izquierda de treintones y cuarentones, que no
solo la caga, sino que son duchos para limpiarse las manos. Felizmente, hay una
juventud roja que no son como ellos.
jueves, mayo 28, 2015
296
Después de años que no caminaba por las
calles de mi barrio. Desde hace muchos años he dejado de tener la vida que sí
tuve cuando adolescente y vi, recién esta noche, los cambios de las cuadras y
los parques con un asombro, el verdadero, el asombro del primerizo.
Prendí un cigarro, le dije a mi padre que
volvería en un rato, que saldría a comprar películas a Polvos Azules, lo cual
era verdad, porque esa era mi intención en principio, ir a comprar películas al
Pasaje 18 de Polvos Azules. Mientras cruzaba el parque, tuve una sensación, por
demás extraña, una especie de llamado, e hice caso de ese llamado, por eso fue que
terminé recorriendo esas cuadras de mi adolescencia, enfrentándome a mis dudas
y exaltos, mis temores y seguridades, en la parcela del recuerdo.
Dejé de frecuentar el barrio desde que
salí del colegio. He seguido viviendo en Apolo, pero mi trajín, amistades e
inquietudes las desarrollaba en otros lados, aún en los años que trabajé en
casa seguí haciendo mi vida fuera de este barrio. Los cambios son notorios,
prácticamente soy el único de la generación que sobrevive, los demás han hecho
su vida, tienen familias, viajan por el mundo, o están guardados. A medida que
caminaba, me propuse recorrer los cinco parques de la urbanización y en ese
trayecto reafirmaba lo bonito que está mi parque, el cual, en su momento, llegó
a ser calificado como el más peligroso, como también el más sexual, porque era
punto de peregrinación de parejas sumamente necesitadas de sexo. Hablo pues de
los años en los que no había hostales como ahora y en los que uno tenía que
ingeniárselas para los apuros hormonales.
En el trayecto, en la calle 3 de
Febrero, entré a una café en donde pedí un espresso y un keke. Tomé asiento y
mientras esperaba que la señorita me trajera el pedido, estudiaba el lugar,
recordando lo que este significaba aún para mí, porque aquí, hace poco más de
veinte años, funcionaba un centro de juegos en video. Me recuerdo yendo a jugar
Super Soccer, en los que era un genuino campeón.
Tenía la esperanza de ver a los patas de
antes, las calles transitadas, algo que me llevara a ese tiempo en el que me
creía dueño del mundo, pero no, nada. Apolo siempre ha sido mi barrio pero
recién esta noche me di cuenta de que yo era el forastero.
miércoles, mayo 27, 2015
295
Yesenia me llama a primera hora y me
despierta. Si no fuera por su llamada, seguiría durmiendo hasta el mediodía. Me
acosté tarde, haciendo no precisamente lo que me hubiera gustado hacer. Siempre
me acuesto tarde, ya sea porque me quedo leyendo o escribiendo o viendo una
película. Cuando me disponía a leer el cuentario de una narradora argentina que
la viene rompiendo, me di cuenta de que flotaba una pluma en mi cuarto, esa
pluma flotante me hizo recordar a la escena final de Forrest Gump. Me quedé mirando esa pequeña pluma, estudiando su
lento y caprichoso vaivén.
De dónde venía esa pluma, o afinando la
inquietud: adónde iba.
Seguí la ruta aérea de la pluma. Esta se
dirigía a mi ropero.
Debajo del ropero descubrí la tragedia
de la madrugada.
Silvestre es un gato muy cariñoso, pero
también uno muy salvaje. Es un cazador de palomas y esa pluma que seguía y me
recordaba a la escena final de Forrest
Gump era la de una inocente paloma que fue descuartizada debajo de mi
ropero. No sabía cuánto tiempo llevaban esas plumas, pero tampoco perdí el tiempo
lamentándome o pensando en cómo castigar a Silvestre. Fui al almacén y me
alisté para hacer una limpieza general de mi cuarto.
Desde hace un tiempo mi cuarto dejó de
ser mi cuarto. Los libros, discos y películas me están echando de allí. Al
punto que ahora me voy a otros lugares de la casa a escribir y leer.
La limpieza tenía que ser una limpieza
total y hacia ese fin me aboqué. Me quedé más de una hora limpiando. Pero al
momento de botar la basura, la cual pondría en uno de los tachos del parque
ubicado detrás de mi casa, cuando creí que la tarea ya estaba hecha, sentí una
pesada mucosidad en mi zapatilla, en la del pie izquierdo. No me cuidé de las
trampas que deparan el verdor engañoso de los jardines.
Pisé caca. Y no pensé, sino que lo pensé
después, en que voy a tener más dinero, tal y como lo manda la leyenda urbana.
No podía entrar a mi casa con una zapatilla con caca. Para colmo, hacía frío.
Pero había que sacrificarme. Entré descalzo a casa y me puse a lavar las
zapatillas.
Me acosté cerca de las cuatro de la
madrugada, esperando una señal, a lo mejor una llamada en el celular que me
diera ánimos.
En la mañana, veo que mi papá ha
amanecido algo mejor. Anoche estaba con fiebre y tuve que ir a casa para verlo.
Sé que no es nada del otro mundo, pero conozco a mi padre, que peca de muy
autosuficiente, y debo cuidarlo más porque mi mamá se encuentra de viaje y
quiero que cuando llame no se preocupe más de la cuenta.
Yesenia me llamó para preguntarme cómo
había amanecido mi papá. Le preguntó cómo ha amanecido y me dice que bien. Le
toco la frente y ya no tiene la fiebre de anoche. Le digo que haré las cosas de
la casa y que me encargaré de él hasta que se sienta mejor. Salgo a comprar los
diarios y el pan para el desayuno. No niego que me siento extraño comprando las
cosas del desayuno a las once de la mañana.
lunes, mayo 25, 2015
294
Dormía a mis anchas.
Necesitaba dormir luego de días en los
que dormí muy poco. Pero algo me despertó, de súbito.
Por un momento creí que era el sonido
del despertador del celular o quizá una llamada perdida del mismo. Sin embargo,
lo que me despertó fue lo más maravilloso que me haya podido pasar en días,
semanas, a lo mejor meses. Lo que me despertó fue el cortejo de dos pajaritos,
hembra y macho, que hacían el amor en el alféizar de mi ventana. Hice memoria y
creo que es la primera vez que observo a dos pajaritos haciendo el amor. ¿O es
que tenía la percepción atrofiada por la falta de sueño? Traté de no moverme
mucho para no alterar la pasión de los animales que se amaban salvajemente.
Horas después, una vez desayunado, me
envían el pdf del ensayo de Henry Miller que he escrito. Veo las imágenes que
se usaron y me percaté en cómo quedó mi texto. Tres páginas que son un tributo
total al maestro provocador. Julio me dice que su revista entrará a imprenta
esta semana y no veo las horas de tenerla en manos. Julio es el director de una
revista en la que siempre he querido escribir y por Miller me he sacado la
mierda. Una de las cosas que he hecho en los meses de verano fue releerme más
de treinta libros suyos, quizá la influencia mayor de la novelística
contemporánea, el autor que más he leído y releído en mi vida.
Suena raro hablar de novelística puesto
que Miller nunca escribió novelas, sino libros autobiográficos.
El viernes pasado tuve a Fernando
Ampuero como invitado a mis charlas que dirijo en la librería El Virrey de
Lima.
Fue un día muy ajetreado en lo laboral y
pensé que me despejaría a medida que se acercaba de la hora de la entrevista,
pero no, puesto que me enteré de que cerraron la Plaza Mayor a razón de la
visita de la comitiva del gobierno chino al Palacio de Gobierno. No fue
necesario ver lo que estaba pasando, me lo suponía. El tráfico se puso infernal.
Las calles aledañas al perímetro de la Plaza Mayor estaban atestadas de gente y
los autos no daban la más mínima señal de avanzar.
Llamé a Fernando para decirle que tome
sus precauciones del tráfico. Cuando me contestó se encontraba en la Vía
Expresa, a la altura del Estadio Nacional. Aún faltaba una hora para la
conversa y por un momento creí que le pasaría lo que mismo que a Julio
Villanueva Chang la vez que dimos inicio a estas charlas.
Felizmente, Fernando llegó a tiempo. No
tuvimos que esperarlo. Comenzamos a la hora señalada y la conversa discurrió en
un ritmo en que el tiempo no se sintió.
Una conversa para el recuerdo.
Al rato, mientras acompañaba a Fernando
al estacionamiento donde tenía su auto, conversábamos de novelas y películas, y
aproveché en preguntarle sobre la influencia de Miller en la novelística
contemporánea. Su respuesta me dejó tranquilo. Yo no era el único que pensaba
lo mismo de Miller.
Miller es una presencia a la que debemos
reconocer leyéndolo directamente. Me explico: hay mucho escritor que ha
recibido su influencia sin leerlo directamente, esa influencia ha llegado a
ellos por medio de las plumas a las que sí reconocen como influencias, las
mismas que se nutrieron de Miller.
El domingo en la tarde, horas antes del
clásico, terminé el ensayo sobre Miller. Lo escribí dejando la última gota de
entusiasmo y admiración, sentía que le debía un texto así a Miller.
Si el álbum Quadrophenia de The Who me salvó la vida en la adolescencia, los
libros de Miller me salvaron en mi salvaje y hormonal juventud.
seguimos escribiendo bien
Bien lo he dicho en más de una ocasión,
y con mayor razón en estos tiempos en los que se señala lo contrario: el Premio
Copé de Cuento es el galardón literario más importante de Perú.
Sin exagerar, ganarlo, quedar en una
mención honrosa o ser finalista, en cualquiera de estos niveles, garantiza al
autor un piso en el circuito literario local, que bien puede ser usado como
carta de presentación ante las grandes editoriales o en cuanto evento quiera
participar.
No hay verdad que ocultar. El Copé
irradia una valía literaria, pero ante todo mucho dinero que seduce a más de un
escritor. Es el dinero lo que hace que el Copé de Cuento sea el premio más
importante en el Perú. Sobre su valía literaria, su legitimidad, bien pueden
decirse discursos tribuneros. En esencia, y pese a no más de tres excelentes
relatos ganadores en su historia, el Copé de Cuento carece de legitimidad
literaria.
Ahora, no es malo querer dinero. El
dinero de este premio puede servir para sustentar un año dedicado a la
escritura de un proyecto literario. Por otra parte, hay mucho ego en juego en los
escritores participantes. Basta ver las inmensas colas que se forman en las
oficinas de Petroperú a partir de la quincena de diciembre, en esas colas vemos
a aspirantes a escritores, escritores nuevos, otros con cierta trayectoria y,
en contados casos, a escritores consagrados, disfrazados con atuendos de
invierno para que nadie los reconozca.
Por eso, cada vez que se anuncia a un
ganador, son los escritores participantes que no han ganado los que salen a
criticar los criterios que usó el jurado para premiarlo. Hasta hace poco, estas
críticas tenían como escenario los bares o los restaurantes. Éramos más
solapas, menos hipócritas en apariencia. Ahora somos más modernos y usamos las
redes sociales para criticar y hacernos pasar como justicieros, moralistas y
guachimanes literarios.
La última edición del Premio Copé de
Cuento generó una encendida polémica, debido a la cercanía amical del ganador
Johann Page con dos miembros del jurado: Alonso Cueto e Iván Thays. Al
respecto,quien esto escribe tiene una certeza: Cueto y Thays conocían el relato
de Page. A esta certeza, se suma otra: el cuento “Patrimonio” fue elegido
ganador por mayoría, que, obviamente, no es lo mismo que por unanimidad.
Entonces, había que leer el cuento
ganador y los demás que dan forma al libro que nos cita. A ver si hubo
favoritismo o no.
Pero antes, un par sugerencias para la
gente de Petroperú, sugerencias que espero tomen en cuenta en el futuro, cosa
que así nos evitamos malos ratos.
Apunten en el cuaderno Loro:
1.
Cuando
se abran los sobres de los ganadores y finalistas, deben corroborar que no
exista una estrecha relación amical entre los ganadores y finalistas con uno o
más miembros del jurado. De ser así, en el acto el ganador o finalista debe ser
tachado de la nómina. Esto no es difícil, basta ir a Google o entrar a la
cuenta Facebook del ganador o finalista para salirse de dudas. A menos, eso sí,
que el cuento premiado sea un cuentazo, una pequeña obra maestra, una joyita
literaria que haya obnubilado a todos los miembros del jurado.
2.
Convocar
a gente capacitada, a lectores competentes. Los miembros del jurado no van a
leer los 1528 textos (tal y como fue en esta edición). El jurado lee lo que el
equipo de selección le entrega y es en base a esa selección que se decide. Este
jurado decidió entre 28 textos seleccionados.
3.
Consideren
la posibilidad de declarar desierto el primer lugar.
Estos tres puntos pueden garantizar una
mínima transparencia a las futuras ediciones del Copé. Petroperú es una entidad
pública, no es una entidad privada que bien puede hacer lo que le venga en
gana. El dinero con el que se premia sale de los impuestos de cada uno de los
peruanos.
Pues bien.
Comentemos la presente publicación.
Aunque lo cierto es que no hay mucho que comentar.
“Patrimonio” de Johann Page es un buen
cuento, pero dista de ser una joyita literaria. El tema que nos plantea el
autor es el de la reconciliación entre un padre y un hijo que regresan a Lima
luego de visitar la tumba del abuelo en un cementerio de Lurín. Los años no
pasan en vano, Page ha sabido calibrar su técnica, como también la
administración de la información que nos brinda para entender su argumento. Sin
embargo, Page sigue arrastrando los mismos problemas que veíamos en su primer
libro Los puertos extremos. Ocurre
que Page es un narrador excesivamente cerebral, demasiado calculador. Muy frío
para encarar una situación límite nutrida de tensiones y sensibilidades
dañadas. Llama mi atención que en su discurso que leyó en la premiación,
discurso que encontramos al final del libro, haga referencia a Richard Ford, a
una máxima del norteamericano que Page usa en sus talleres. Creo que Page debe
abandonar esa máxima y ponerse a buscar Rock
Springs e Incendios, cuentario y
novela breve de Ford, respectivamente, en los que encontramos brutales
conflictos entre padres e hijos abordados desde la memoria salvaje, siendo
testigos de la reconciliación de sus protagonistas para con sus progenitores,
pero atravesando y encarando los miedos y traumas de los mismos. Ese primer Ford,
no el Ford que vino después con la saga de Frank Bascombe y demás, es el mejor
Ford, que narraba no desde lo que conmueve el corazón, sino desde el dolor, de
aquello que lo dinamita para toda la vida. “Patrimonio” es un relato que bien
pudo conectar con el lector. No me sorprendería que haya cumplido este
objetivo, pero me aventuro a decir que ese objetivo cumplido no perdurará en la
mente de los lectores. A este relato le faltó más violencia interna y menos
miedo narrativo.
Seguramente, más de uno pensará que hay
relatos mejores que “Patrimonio”. Pues no, le ahorro el trabajo al lector
interesado. Absolutamente todos los relatos se rinden ante la medianía, hasta
parece que hubieran sido escritos para agradar al jurado de turno. Ninguno
exhibe una actitud de riesgo y en ciertos casos me genera temor en cuanto a sus
autores, que con la experiencia que tienen en el oficio literario, hayan
sucumbido al contentamiento. Pienso en “Unas fotografías, apenas” de Pedro José
Llosa. Si a este relato le quitamos el innecesario colesterol que Llosa le
insufló, bien podríamos estar hablando del texto ganador. Pero no, Llosa sigue
cometiendo los mismos yerros de sobredimensionar sus relatos, creyendo que la
ambición se justifica en la cantidad de páginas. No soy nadie para aconsejar,
pero algo es cierto en cuento: menos es más.
Alexis Iparraguirre es autor de un
cuentario redondo: El inventario de las
naves. De los cuentarios publicados en el decenio anterior, este es uno de
los que va a quedar. Además, celebro todas las ediciones que viene teniendo a
la fecha. En los cuentos de ese libro, percibía una oscuridad emocional que
configuraba a sus personajes, una prosa densa y también ligera, que reforzaba
la atmósfera tétrica y apocalíptica que exhibía cada cuento. Leía a un
Iparraguirre con conflictos y demonios, pero ahora esos conflictos y demonios
están ausentes en “Una fábula aparente”, que se deja leer de la misma manera en
que se olvida. Una impresión similar me causaron “Un pingüino andino” de Irma
del Águila y “Un grito flotando al amanecer” de Pedro Novoa. Del Águila y Novoa
son autores experimentados, pero sus cuentos están muy lejos de lo que
esperaríamos de ellos.
Bien podría seguir comentando cada uno
de los cuentos que integran Patrimonio.
Pero no lo haré por la sencilla razón de que no soy un carnicero.
Terminé de leer este libro hace poco más
de tres semanas. Pensé mucho en sus virtudes y defectos, pero una sensación se
hacía más fuerte a medida que pasaban los días. Y esta sensación es la
siguiente: su lectura la asumo como una total pérdida de tiempo. Es penoso
decirlo porque aquí hay autores que en algún momento he celebrado y apoyado en
la medida que puedo apoyar a un autor. Pero también veo estos relatos como una
radiografía de lo que viene ocurriendo en la narrativa peruana contemporánea:
muchos narradores no tienen voluntad de riesgo, sino una clara actitud de ir a
lo fijo, a lo que podría gustar. Además, se cree que escribir bien es hacer
literatura. Es obvio: todo escritor debe escribir bien, es lo mínimo que
podemos esperar de alguien que se haga llamar escritor. Pero la literatura, y
hay que repetirlo todas las veces que sea necesario, debe transmitir, conectar,
aturdir… Eso es hacer literatura.
…
Publicado en LPG.
jueves, mayo 21, 2015
293
Y el cielo limeño se pone gris, aunque
para que todo sea perfecto, esa grisura tendría que adquirir su equivalencia
climática. Aún siento calor y no tengo la más mínima gana de usar chompa o
casaca. A lo mucho una camisa abierta para no andar solo en polo y a la contra
de los que se abrigan.
Las horas en la librería fluyen sin más,
hago lo que tengo que hacer y me pongo a leer un buen libro de ensayos, al
menos esa es la impresión ahora que voy en la página 50, además, me gusta mucho
el título del libro, que bien podría funcionar para una novela o un cuentario,
quizá en una crónica negra. Disparos en
la oscuridad de Edgardo Cozarinsky.
Del mismo haré una reseña, aunque no sé
cuándo, pero allí voy llevando a cabo los apuntes respectivos de un libro del
que ruego no se me vaya a caer. Eso es lo que me pasa últimamente: empiezo a
leer y me gusta lo que leo, pero dado un momento, la fuerza de la escritura va
menguando hasta llegar a niveles de simple carreteo, como si el autor ya
hubiera cumplido el cometido de arrebatar al lector de su realidad. Mis
sospechas tienen asidero y estas sospechas las aplico al libro en cuestión, por
más bueno que me parezca, porque si logra sobrevivir al filtro, mucho mejor, su
legitimidad será redonda en todo sentido.
Escucho algo de música, sintonizo una
estación radial en la que solo pasan clásicos ochenteros, al menos en la franja
que anuncian de tres a seis de la tarde. De paso, mientras escucho esos
clásicos ochenteros, ingreso a los tramos finales del ensayo que llevo
escribiendo de Henry Miller, un ensayo que ha vivido en mi mente en los últimos
meses, en los que he releído todo Miller, activando los mecanismos de mi
memoria, memoria que me llevaba a esos años noventeros en los que no hacía
nada, solo leer como una bestia que no tenía la más mínima de las curas,
violentado por alguna causa extraña que me llevaba a ser un peligro público,
una chispa que rogaba para que le echen kerosene para activarse y de esta
manera justificarse en el mundo. En ese contexto fue que leí a Miller. A
carencia de héroes, Miller se convirtió en mi héroe, a manera de una metáfora
de la resistencia contra un contexto que me significaba muy apático, que no
hacía nada para salir del marasmo.
Lo bueno, y lo supe después, fue que no
era el único que leía a Miller. Otros contempos también lo hacían, quizá
azuzados por su leyenda de obsceno y pornógrafo, para recalar, felizmente, en
lo que sí interesaba de Miller, en lo que quedaba y de sobra, lo suficiente
para rescatar a muchos de una muerte en vida.
¿y el hijo?
No soy de los que opinan de la vida
privada de los demás. No me gusta y no lo haré, pero lo hago en esta ocasión en
base a la información que ha aparecido en los medios.
Ajá, eso: la cuestión de Cabrejos y
Thays.
Cabrejos ya había dado un anuncio velado
sobre su romance con un escritor peruano, ese anuncio pasó desapercibido hasta
que su testimonio fue grabado por lo bajo.
Entonces, empezaron las especulaciones.
Las especulaciones no duraron mucho
porque la misma Cabrejos se encargó de decir el nombre del escritor que la
embarazó y la dejó sin más ni bien se enteró de que ella esperaba un hijo suyo.
Lo que pasó no me sorprende: las
feministas a favor de Cabrejos y algunos cuantos respaldando a Thays.
Thays no demora en brindar su versión de
los hechos, que viéndola en frío, tenía una lógica, un sentido. Una lógica y
sentido que amainó el apanado virtual por parte de sus detractores y naturales
enemigos literarios.
Ahora, es bueno decir que Thays no es
una persona de mi devoción. No es mi enemigo porque no le guste la comida
peruana, argumento por demás idiota.
Pues bien, más de una vez lo he dicho:
Thays tiene el alma chiquita. Y en lo literario, en su momento lo valoré, pero
a la fecha no porque lo que escribe no solo no me gusta, sino porque su poética
se ha contaminado de un facilismo literario marcado por una onda moralista que
me causa urticaria.
No soy absolutamente nadie para exhortar
a las personas, pero la imagen que está dejando Cabrejos es de por sí
lamentable y me apena porque se frivoliza el drama que sufren miles de mujeres
en este país, mujeres a las que admiro porque solas se encargan de sacar
adelante a sus hijos sin depender de un hombre.
En la edición de Caretas de hoy se pone
de manifiesto la verdad: Cabrejos aprovecha el escándalo para promocionar su
próximo libro.
Las sospechas razonables se convierten
en preguntas implacables. Cada una de estas preguntas contradice la imagen de
mujer dolida y vejada que Cabrejos estuvo proyectando hasta hace unos días.
Nadie está libre de perder un hijo. No
conozco mujer que haya superado una pérdida como esta de forma tranquila. Más
bien, la experiencia marca y se instala como un dolor permanente que ataca
cuando quiere, al más mínimo detalle que activa ese dolor que se lucha por
reprimir.
miércoles, mayo 20, 2015
292
Nos encontrábamos almorzando. Pese a la
ausencia del sol, sentía calor y me decía a mí mismo que había sido un error
llevar chompa. Felizmente, tenía un polo más si en caso empezara a sudar,
porque, si aún no lo sabes, soy un hombre que suda mucho, ni hablar de mi piel
grasosa a la que unto más grasa porque debo usar hasta el resto de mis días
bloqueador.
El sábado pasado salió el sol, hizo un
calor cuasi veraniego. Estuve expuesto al sol porque tuve que salir varias
veces de la librería. No me di cuenta hasta el domingo, cuando vi en mi frente
una pequeña herida, una rayita roja que empezó a sangrar ni bien me pasé el
jabón por la cara mientras me duchaba.
Busqué curita y me la puse en la frente.
Antes de salir de casa, le comenté a mi papá sobre la herida en la frente y él
empezó a hablarme sin detallar de los peligros del cáncer de piel, puesto que
debía estar atento a si esa herida cambiaba de color y textura.
Esa advertencia limitó mi día.
No estuve pues del todo concentrado en
las cosas que hacía, me sentía ido y las personas a mi lado también me
percibían así, como si mi concentración estuviera en otro lugar, mis ojos en un
punto fijo del aire, quizá siguiendo sin seguir el vuelo de una mosca. Cuando
me preguntaban qué me pasaba, respondía lo mismo, y de distintas maneras, que
estaba preocupado por los textos que he ido atrasando en estas semanas y no
pocos meses. Pero se trataba de una mentira. No hay nada más fácil y que me
guste más que escribir. Bueno, sí, hay algo que me gusta más que escribir, que
es leer. Pero a lo que voy: me gusta escribir, me gusta llegar al trance de la
escritura, a ese estado canábico en que no que te importa más que el tecleo y
aquel seseo que generas cuando escribes a mano. Pero de esto se sabe, al menos
en este blog, porque más de una vez he escrito de ello.
Estaba preocupado por el futuro
inmediato de esa herida. ¿Y si esta crecía y se apoderaba de mi cabeza
llenándola de puntos negros y lunares amorfos?
Preguntas inanes, quizá producto de una
mente paranoica, pero que en mi experiencia tenían una ligera legitimidad.
Recién el lunes supe que se trataba de
una herida común y corriente. No respiré tranquilo, tampoco me encontraba tan
preocupado como sí horas antes. De todas maneras, tomé una decisión en la
tarde, iré en los próximos días al dermatólogo para quitarme por las buenas
todas las dudas que tenga.
martes, mayo 19, 2015
lunes, mayo 18, 2015
291
Cuando piensas que los días seguirán su
curso natural, que el sábado no será distinto del anterior, recibes la visita
de un pata que no veías en mucho tiempo. Un buen pata, lector atento, ex dealer
y ahora sucumbido en las garras laborales de este puto sistema neoliberal.
“El Ninja”, como lo llaman desde niño,
ha desplazado su verdadero nombre. Ya nadie le dice Daniel, o bien le pueden
llamar “Chino”, pero “El Ninja” ha quedado en el imaginario, bajo ese apelativo
ha sabido forjar su leyenda en estas sucias y apetecibles calles del centro.
Gracias al “Ninja” tuve en mi poder el
Golden Acapulco. Ajá, el mismo que fumaba Bolaño. Y a lo mejor, bajo esa
casualidad canábica es que se encontraba releyendo los cuentos de Llamadas telefónicas. Me hablaba de
varios cuentos del libro, seguía presa del entusiasmo, de ese asombro que te
acompaña y más aún cuando vuelves a frecuentar un libro después de tiempo.
Pero este pata también vino con palabras
sabias, legitimadas por la experiencia de vida y porque también es padre. Su
hijo Gabriel le cambió la vida, la ordenó cuando más necesitaba de un orden.
Con él suelo hablar mucho de libros,
pero también de cine. Y el sábado desmenuzamos las películas y series que nos
gustaban. Radiografiamos la personalidad de Skyler, la esposa de Walter White
en Breaking Bad. También hicimos lo
mismo con Stringer Bell de The Wire.
Pero ante todo, y como ahora que sospecho que la razón de su visita, me pidió
que le comentará de la película Incendios
de Denis Villeneuve.
Tuve la oportunidad de escribir sobre
tres películas de este director canadiense para Cinépata. Las tres me gustaron,
claro, en distintos niveles. Una de ellas, la mencionada Incendios es un rico crisol de metáforas, con un discurso patente y
latente sobre los estragos de la guerra y sobre nuestra función/destino como
hijos y padres.
No es una película para amantes de los
estrenos de la semana. Hay que tener sensibilidad y temple para verla. Si las
ves y lloras, normal, no te sientas menos, eso es lo que transmite la película.
viernes, mayo 15, 2015
jueves, mayo 14, 2015
290
Me recupero de la gripe, o eso es lo que
creo, que me recupero de la gripe. Cuando pienso que ya me encuentro bien,
vuelven los escalofríos, el dolor de cabeza, el moqueo y esa electricidad en
todo el cuerpo.
Aprovecho las horas de descanso obligado
para terminar algunos textos y, obviamente, para ponerme al día con algunas
series que estaba dejando para una maratón de la que no sé cuándo llevaría a
cabo.
No es lo mismo el tiempo que le dedico a
las series que a las películas. Para las series necesito de cuatro horas como
mínimo. Con las películas las tengo más fácil. Antes me ponía a verlas en las
noches, pero desde hace unas semanas las veo en la mañana, ni bien me levanto.
A eso de las ocho de la mañana recién me pongo a escribir. Si alguna sugerencia
tuviera que dar a los amantes del cine, es que vean las películas en las mañanas,
en el silencio que aún puede sentirse a las seis o minutos antes de la seis de
la mañana.
Acabé una serie y me disponía a ver el
Real Madrid – Juventus, cuando una noticia amenazó con distraerme. Investigué
fugazmente esa noticia y la dejé allí. Vi el partido con la esperanza de ver un
partidazo, pero partidazo no fue lo que vi, sino un buen partido en donde el
equipo blanco se mostró desgastado y víctima de la ansiedad.
Luego del partido, tomé una siesta por
un par de horas, ahora sí con el deseo de despertarme despejado, porque el
jueves en la mañana tengo algunos compromisos. Empero, la salud me vuelve a
traicionar. Los dolores se acrecientan, el malestar también se convierte en
anímico. No tengo ganas de hacer nada. Me siento frente a la Laptop y mandó
mails a las personas con las que pensaba reunirme para decirles que no iría a
verme con ellas. Les hablo de la gripe y de los efectos que esta tiene en mí.
Se han creado muchas pastillas que te
curan de todo, pero contra la gripe no. La gripe se posesiona de uno y hay que
dejar que esta haga su trabajo de destrucción para luego dejarte en paz, esa
paz en la que tienes que reconstruirte.
miércoles, mayo 13, 2015
289
Me recupero de una gripe que pudo ser
letal. Un par de pastillas fuertes y un buen caldo de gallina hicieron que las
fuerzas regresen a este cuerpo que ayer sintió varias ráfagas de electricidad
de dolor. No hay mejor momento para la lectura que el malestar físico, mejor
aún la enfermedad. Claro, lo lógico sería no enfermarse, pero a mal tiempo,
buena cara, como se dice. Además, si vas a estar abrigado en cama, qué mejor
que ver una película o ponerte a leer.
Eso es lo que dice anoche, que en el
lapso de cuatro horas terminé de leer cuatro libros. Una novela, dos ensayos y
un cuentario.
Muchos escritores hablan de una
adolescencia atacada por malestares que los llevaron a leer en jornadas
inacabables. No es para menos, el malestar te tumba y si tienes una
sensibilidad desarrollada para la lectura, sin pensarlo mucho, uno se pone a
leer, hasta el punto de ser agradecido por el malestar.
A eso de la una de la madrugada, me
dispuse a dormir, pero cometí el error de no apagar el celular, que empezó a
sonar y como no reconocía el número, no contesté en primera instancia, pero
volvió a sonar. ¿Contesto?, me pregunté. A la mierda, dije.
Contesté la llamada.
Era el editor de una publicación local,
que me pedía que aumente el número de palabras que tenía la reseña que le envié
el domingo. Tenía que ser ya porque a primera de hoy se estaría imprimiendo su
publicación.
Después de algunos segundos en los que
aproveché para cabecear un toque, le dije que estaba con gripe y que me costaba
levantarme de mi cama. Le dije también que estaba adolorido. Obviamente, se
trataba de una mentira. Bien podía levantarme y aumentar el número de palabras
de la reseña. Por el tono de su voz, percibí una angustia por una respuesta
afirmativa e inmediata. Me hice de rogar. Y acepté aumentar la reseña.
Casi apago el celular cuando me dijo que
el aumento de palabras era un poco más que el número de palabras de la reseña
que le mandé. Hablamos de dinero y allí la cosa cambió.
Todos somos mercenarios.
martes, mayo 12, 2015
lunes, mayo 11, 2015
288
Me levanto temprano y me cuesta asumir
que sea lunes. Por lo general, trato de levantarme los lunes lo más descansado
que pueda. Pero ahora no es el caso, me levanto sintiendo más pesadez de la
normal.
Pongo un cd de The Velvet Underground en
el CD Player y comienzo a revisar los correos electrónicos. Me doy cuenta de que
llevo retrasado varios textos: dos ensayos y una reseña de un libro que no me
ha gustado por su medianía. En este sentido hablo de una medianía hija de la
mediocridad, puesto que sus autores no han sabido ir más allá en cuanto a sus
textos. Obviamente, hablo de un libro de varios autores, un libro de cuentos
demasiado correcto, que, paradójicamente, se defiende bien como conjunto, pero
que se muestra incapaz de ofrecer un solo relato digno de recordar.
Dejo para después la reseña.
Voy a la cocina y les sirvo el desayuno
a mis padres, que ayer se encontraban muy cansados cuando regresábamos a casa
después de haber ido a almorzar a la casa de mi hermano. Previamente al
amuerzo, habíamos ido a visitar a mi abuelita al Parque del Recuerdo de Lurín.
El trayecto hacia el cementerio fue uno de los más arduos que haya hecho. Por
lo general, los domingos la Panamericana Sur está despejada, pero ayer, por ser
Día de la Madre, no fue así. Hubo un momento en que pensé que no íbamos a poder
realizar lo que se había planeado.
Permanecía en silencio en el taxi, ya
que desde un día antes le había advertido a mi madre de lo jodida que iba a
estar la carretera el domingo y que mejor sería visitar a mi abuelita el lunes
en el curso de la mañana. Pero no, mi mamá había comprado hermosos ramos de
flores para mi abuelita. Así nos demoráramos horas en llegar al cementerio, mi
mamá estaba dispuesta a entregarle esas flores a mi abuelita. Para nuestra
suerte, nuestro taxi aprovechó el espacio que dejó el camión que iba delante de
nosotros. El camión dobló a la derecha para perderse por una calle de Surco. En
nuestro nuevo carril, los autos empezaron a avanzar lentamente. Ahora es algo,
me decía. Volteé para ver a mi madre, que no exhibía la preocupación que sí en
las horas de la mañana, mientras alistaba las cosas para mi abuelita. No solo
eran flores, también unos chales finamente bordados, que no sé para qué iban a
servir.
Llegamos al cementerio. Mientras
caminamos por los campos verdes, veía el mar. Estuve a nada de prender un
cigarro, pero mi madre me dijo que no fumara y no fumé.
Un escalofrío empezó a apoderarse de mí,
las imágenes de mi niñez aparecían nítidamente en mi memoria, como frases
completas, dichas por mi abuelita, frases cuyas palabras tenían su amor. Era
como si me estuviera hablando y ya no podía más, no podía sostenerme,
necesitaba sentarme. Y me senté y sentado miré a mis padres que colocaban las
flores y los chales en la lápida de mi abuelita.
sábado, mayo 09, 2015
jueves, mayo 07, 2015
"corea: apuntes desde la cuerda floja"
Para ser la primera vez que leo un libro
del colombiano Andrés Felipe Solano, debo manifestar que me siento muy
satisfecho con Corea: apuntes desde la
cuerda floja (Ediciones UDP, 2015).
En distancia, podríamos estar ante un
libro de viajes, de los que nos detallan de la vida y costumbres de un país y,
por ello, de una cultura, muy ajenos a quien lo visita o vive. Sin embargo, no
es gratuito que en el título se nos advierta de su carácter lateral,
dependiente de una mirada no atenta a las grandes diferencias, más bien esta
mirada queda enfocada en las pequeñas cosas y sucesos que al final cartografían
esas grandes diferencias y similitudes en los encuentros de culturas y modos de
ver la vida.
AFS nos relata un año de vida en Seúl,
desde la mirada de la cotidianidad. Nos habla de la relación con Cecilia, su
esposa, como también de las actividades que empieza a realizar con tal de
sobrevivir. Hasta este punto, bien podría decirse que no estoy diciendo nada
nuevo, puesto que vendría ser la lógica a seguir de muchos libros sobre viajes,
de viajes tal y como los entendía Paul Bowles, claro está. Pues bien, lo que
diferencia a AFS es la sensibilidad que insufla en su prosa, porque si hay una
protagonista presente y a la vez invisible en cada uno de los capítulos del
libro, capítulos que llevan los nombres de las cuatro estaciones, es
precisamente su estilo, seco y cortante, con el que eleva lo que parece
minúsculo a una estancia de perdurabilidad.
Un libro como este, en otra mirada, en
otra poética, hubiera llegado más rápido a la parcela del olvido, así el libro
esté bien escrito. Pocas veces asistimos a un estilo que en su aparente
inocencia es capaz de taladrar y sumergirnos en la incertidumbre de un autor
que nos transporta a su circuito interior de inseguridades, encontrando en la
escritura no la paz, pero sí la justificación para su vida y para con su
poética. AFS realiza un ejercicio de asombro a través del recuento de datos e
impresiones, este ejercicio de asombro a paso firme se convierte en una
biografía íntima que nos permite especular, en especial a los que no lo hemos
leído antes, sobre los móviles que sustentan su obra como escritor.
Estilo y mirada en un libro que se
instala como peligroso. El uso de la memoria y la reflexión, no a raudales,
sino en dosis bien elegidas, retumban al lector de turno. Es decir, Corea, la
de AFS, cumple un cometido que se agradece en estos tiempos de poéticas
frívolas y ajustadas a las modas: incomodar al lector.
…
Publicado en Siglo XXI
miércoles, mayo 06, 2015
287
Algunas cosas pasan por mi cabeza en
estos días en los que debo de terminar de hacer algunos asuntos e inevitables
coordinaciones. En mi cabeza bullen más de mil posibilidades de escape, o bien
algunas son coherentes, pero la mayoría bien pudiera formar parte de aquello
que deberíamos vivir más: la experiencia canábica, el deshueve de inquietudes.
La mañana comenzó bien, pese a que aún
no salía de la experiencia vivida el sábado, una experiencia de la que solo
supe de su importancia el domingo en la noche.
Regresaba a casa luego de pasar algunas
horas con mi hermano, su esposa y mi sobrina. Me encontraba en el taxi
conversando con el taxista, un patita de no más de 25 años, que estaba vestido
de manera muy formal como para conducir un taxi. Pantalón de sastre y camisa,
más su corbata. A lo mejor estaba haciendo algo de dinero para una reunión a la
que iría después.
Le decía que en Youtube podía encontrar
las peleas que disputaron Alí y Joe Frazier. Le argumentaba que la pelea que
acabábamos de ver reflejaba la crisis del boxeo, de su falta de referentes, de
la carencia del sentido romántico que encierra luchar por la vida como tal,
porque esa es la metáfora del boxeo.
El taxi ingresó a la Vía Expresa. El
patita pisó el acelerador. Ahora la conversa se interrumpía por los silencios
que imponía, puesto que planeaba lo que haría en la mañana del domingo. Mis
ojos veían sin ver el cambio de la arquitectura a medida que llegábamos a La
Victoria, a la subida a la avenida México.
Prendí un cigarro. La primera calada me
dejó una sensación rara, esa ligera frustración de que en verdad no tenía ganas
de fumar. El patita prendió la radio, como dando por terminada nuestra conversa
hasta un par de cuadras para llegar a Apolo, momento en que tendría que
preguntarme por el pago de la carrera.
No le dije nada al patita por ese rápido
movimiento que hizo con su auto. Me di cuenta de lo valiosa que es la vida como
para recriminarlo por su irresponsabilidad. En ese momento no pensé en
putearlo. De nada iba a servir. Lo único que hice fue dar gracias porque mi
momento aún no llegaba.
El taxista, al no ver los triángulos fosforescentes,
bien pudo matar a tres empleados de la municipalidad que estaban pintando las
rayas de la pista, ellos pudieron ser los primeros, segundos antes de que nos
estrelláramos con la parte trasera del camión, también de la municipalidad. Ese
movimiento del auto destrozó cuatro triángulos fosforescentes. Dobló a la
justas.
martes, mayo 05, 2015
lunes, mayo 04, 2015
el hombre que narraba
La muerte de Carlos Calderón Fajardo, a
causa de un accidente casero, nos coge de sorpresa.
Si pensábamos en un escritor peruano que
tenía para rato, ese era precisamente Carlos, que desde 2005 nos había acostumbrado
a entregarnos dos y, en algunos casos, hasta tres libros por año. Para nadie es
un secreto de que se había convertido en nuestro escritor más prolífico y
también en uno de los más leídos por los lectores y escritores jóvenes.
Al respecto, llevo tiempo pensando en
qué radica o se alimenta su poética para sintonizar con los lectores y los
escritores de las últimas generaciones.
¿Quizá sean sus temas?
¿Su estilo?
Carlos exhibía una frescura que
hidrataba su estilo y sus temas. No era pues un narrador encasillado en un solo
tópico, más bien, un ligero repaso de sus títulos nos permite aseverar que era
un autor sumamente inquieto. Sus libros hablan por sí solos, teníamos desde
novelas metaliterarias, policiales, fantásticas, góticas y realistas. Ni hablar
de las distancias cortas, el cuento, en donde nos entregó más de una joyita a
quedar en las antologías de narrativa peruana y latinoamericana más exigentes.
Muchos de nosotros supimos de este
escritor a mediados del decenio pasado. Prácticamente de la nada dejó de ser
ese autor que escuchábamos de referencia. Comenzó a posesionarse del imaginario
de los seguidores de la narrativa peruana, paulatinamente dejó de ser un autor
nombrado por los que sabían, por aquellos que hablaban de él como si se tratara
de un tesoro al que muy pocos, solo los elegidos, podían acceder. Carlos
reingresó a la narrativa peruana luego de muchos años de silencio, con la firme
intención de ubicarse como uno de los narradores peruanos más importantes.
Cada vez que conversé con él, tuve la
impresión de estar ante un adolescente preso en el cuerpo de un hombre mayor,
muy mayor para ser sincero. Hablábamos
de los libros que habíamos leído y en ese amor compartido por la lectura fue
que comenzamos a forjar una amistad. Mientras escribo este texto, reviso los
mails que compartía con él, muy extensos, en los que dábamos cuenta de lo que
habíamos leído y del cruce de nuestras recomendaciones de títulos. El mail fue
el medio en que nos conocimos más, notaba en el intercambio a un Carlos más
pausado y muy dueño de sus ideas, no pocas de ellas auténticas bombas Molotov
que desnudaban el tráfico de influencias y preferencias que existían en el
medio literario peruano, del cual, y a las pruebas me remito, él fue una
víctima.
Como es de suponer, el Carlos de los
mails era muy distinto al que traté en persona. Varias meses nos reunimos en un
café miraflorino que era su centro de reuniones, y en cada una de esas
ocasiones pude ver a un hombre sumamente generoso y risueño, con muchas
anécdotas y especulaciones, como aquella en que me habló de la posible relación
entre su novela La colina de los árboles
con la de Thomas Bernhard, El sobrino de
Wittgenstein. Pero también pude ver a un Carlos contrariado y se
contrariaba más cada vez que le preguntaba por qué publicaba tanto, por qué no
permitía un respiro entre sus libros.
“¿No te das cuenta de que tú solo te
haces autogol?, ¿acaso el mercado peruano es como otros en los que un escritor
sí puede permitirse publicar de tres a cuatro libros al año?”. Estas preguntas
tenían mucho asidero, porque en lo que a mí respecta, no dejaba de tener
problemas cuando armaba mis recuentos literarios, o sea, qué libro suyo
destacar cuando los tres que había publicado en el año debían estar en el
recuento.
Lo sabemos de sobra. Carlos publicó
mucho en estos años. Era pues un autor prolífico. Y a Carlos le gustaba ser un
autor prolífico, sabiendo de los peligros que genera la abundancia la
producción en serie, como el de la irregularidad literaria, que se lo hacía
saber con argumentos que él oía con atención y que al final me los aceptaba.
Entre Carlos y yo había mucha franqueza.
A él no le gustaban las cosas que le decía, como a mí tampoco me gustaba lo que
me decía. A diferencia de otros autores mayores y jóvenes, él no me sobaba para
que le reseñe un libro, como yo tampoco me le acercaba en reuniones sociales y
saraos para tomarnos una foto histórica o un abominable Selfie, o sea, no lucraba con su imagen de escritor de culto.
¿Escritor de culto?, me pregunto. ¿Quién
fue el miserable que empezó a llamarlo escritor de culto cuando lo que menos él
quería era que se le catalogue así?
A nuestro escritor jamás le interesó
publicar para una minoría de entendidos de la escuela del resentimiento,
además, él huía del lector posero como si se tratara de la peste.
Basta que leamos sus libros, ya sean sus
obras maestras como La conciencia del
límite último, Playas, El viaje que nunca termina, La segunda visita de William Burroughs y
El fantasma nostálgico, como también
los títulos irregulares, que seguramente firmados por otras plumas a lo mejor
estaríamos hablando de las obras mayores de las mismas… Es decir, basta leerlo,
saborear sus historias, para llegar sin complicaciones a la conclusión de que
anhelaba tener una lectoría seducida. Su poética no era extraña ni críptica,
sino diáfana, que bien la podía apreciar el voraz lector como el mero
interesado en una lectura para pasar el rato.
Por ello, ¿de dónde nace lo de escritor
de culto cuando su obra nos señalaba lo contrario?
Bien se dice que Carlos apoyaba a muchos
narradores y narradoras en ciernes. En este aspecto, no soy nadie para negarlo,
porque lo he visto en el testimonio de los otros, como también cuando él me
comentaba de los manuscritos que leía, demostrando un rigor generoso, como
devolviendo a los nuevos lo que él recibió de los grandes narradores que
conoció de joven.
Siempre he pensado, y ahora lo pienso
más, que Carlos tiene muchos hijos literarios. Los tuvo en los noventa. También
en estos quince años del nuevo siglo. Y algo me dice que estos últimos hijos no
cometerán la mezquindad que sí cometieron esos hijos ahora cuarentones que al
morir serán enterrados con todos sus libros.
La difusión de la obra de Carlos dependerá
ahora de sus nuevos hijos literarios, de los lectores jóvenes que no dudaron en
rendirle homenajes y mesas redondas sobre su obra. Es mi deseo que en esta
nueva difusión no metan su cuchara los cuarentones malagradecidos, que dejaron
de parar con él porque no era un escritor de moda y que ahora se suben al carro
como buenos, felizmente nadie les cree su hipocresía. Aunque es justo
diferenciar a uno de ellos, al que no califico de cuarentón: el narrador y
editor José Donayre, que en público y por escrito manifestó su admiración por
la obra de Carlos y que hizo lo posible para que se le publique.
Alrededor de Carlos se tejen muchas
leyendas y verdades. Y en cada una de estas leyendas y verdades se impone la
persistencia. Carlos era consciente de que era un gran escritor y esa
consciencia de grande lo llevaba a seguir escribiendo aún en los momentos de
mayor adversidad.
Recuerdo que una vez le hice una
pregunta sumamente incómoda. Esta pregunta tenía con ver lo del Premio Tusquets
de Novela del 2006. Como bien sabemos, semanas antes del fallo del jurado,
recibió una llamada desde España en la que se le comunicaba que iba a ganar la
edición de ese premio. Carlos creyó en esa llamada y esa noticia se la hizo
saber a sus amigos íntimos.
Como muchos, pensé que era un justo
reconocimiento a un narrador que hasta ese entonces exhibía una obra breve pero
muy importante. Sin embargo, el premio no se le concedió.
¿Bromas de mal gusto del destino?
¿Conspiración para que no se conozca su
poética?
Como sea. No importa. Lo que importa es
lo que Carlos me respondió: “Yo soy un hombre que narra. A lo mejor empezarán a
leerme cuando muera”.
En lo personal, en vez de ver con pena,
como muchos, cada vez que se escribe o habla del Premio Tusquets del 2006,
asumo este hecho como un acicate que tuvo Carlos para con su obra.
Así es, como él lo dijo: él era un
hombre que narraba.
En esa actitud de “narrar” podemos ver
la metáfora de la persistencia.
¿Cuántos narradores hubieran sobrevivido
literariamente si les pasaba lo que le pasó con lo del Premio Tusquets?
La verdad: ninguno. Seguramente se
habría optado por el silencio y esperar a que el tiempo se manifieste en
justicia. Hay muchas opciones para desaparecer literariamente, en especial en
estos tiempos en que los escritores quieren parecer escritores de éxito en vez
de escritores de raza y coherentes con su discurso literario. Cunde la imagen
antes que la obra e impera el relacionismo. Carlos sabía de estas prácticas y
por ese motivo nunca hipotecó su discurso extraliterario, el de las
entrevistas, conferencias y homenajes. Se mantuvo fiel a su discurso que era
por demás incómodo para los celadores de la literatura peruana, como también
para aquellos que dirigían los grandes sellos editoriales que no quisieron
publicarlo porque lo asumían como un narrador de culto, de minorías, lo que era
en líneas generales, y como ya se dijo líneas arriba, una soberana idiotez.
No soy presa de ataques canábicos cuando
señalo que el rótulo de “Narrador de culto” le hizo mucho daño a la difusión de
su obra. Claro, había momentos en los que a Carlos le gustaba que lo llamaran
así, pero eran momentos, que como tales resultaban fugaces. Como todo escritor,
anhelaba que se conozca su obra. Ese es el motivo que lo llevó a escribir, a
persistir en la escritura y publicación de sus títulos, dejando atrás el
sinsabor del Tusquets y la falta de interés de las grandes casas editoriales.
Creyó en la validez de su obra y aprovechó las propuestas de edición que le
hicieron llegar sellos independientes como Altazor, Borrador y Animal de
Invierno. Por ejemplo, con el primer sello publicó muchos libros y viajó por no
pocas provincias promocionándolos. Estos viajes hacia el interior hicieron que
conectara con los lectores que lo recibían bien por la sencilla razón de que
sus libros gustaban. Es que así era la obra de Carlos, hasta en los títulos
irregulares: su obra gustaba, se dejaba leer. No se hacía problemas sin
importar el registro, lo suyo era contar historias.
Sorprende, y sorprende para mal, que
nunca haya tenido una columna permanente de opinión en un diario. Carlos,
aparte de talentoso para narrar, era dueño de una cultura oceánica. Las
ocasiones que nos encontrábamos no solo me hablaba de literatura, también de
historia, sociología y filosofía, con la autoridad de quien sabe de lo que
habla, desplegando un análisis exhaustivo sin caer en la jerigonza académica.
Esta obra paralela a sus proyectos de ficción fue muy bien recibida por los
jóvenes (hoy en día no tan jóvenes) que administraban los blogs de El Hablador,
Porta 9 y Letra Capital. Nuestro narrador sintonizaba con los medios de
información de las nuevas generaciones, o sea, quería seguir aprendiendo y
experimentando.
Carlos persistió, fue un romántico del
oficio. Esa persistencia en el acto de escribir es el legado que potencia y legitima
su obra. Solo los verdaderos grandes dejan a sus lectores novelas y cuentarios,
y en especial actitud, de los que nadie es capaz de cuestionar.
Sigamos pues el legado de Carlos:
persistir en la escritura, que es lo que verdaderamente debe importar si lo
tuyo es escribir.
…
Publicado en LPG.