viernes, enero 30, 2015
jueves, enero 29, 2015
234
Me aíslo, al menos durante tres cuartos
de hora, para tomar las notas y escarbar en mi memoria inmediata, porque solo
de esta manera podré armar la reseña de la que quizá haya sido la mejor novela
publicada el año pasado.
En lugar de irme al Don Lucho o el
Queirolo, opto por guarecerme en el Don Juan, quizá mi restaurante favorito del
Centro Histórico. Camino despreocupado, despejando mi mente y poder hacer en
media hora lo que pienso hacer. El Don Juan queda a media cuadra de la Plaza
Mayor. Me dirijo por la sombra, como todo hombre pensante. Por un momento me dejo
invadir por la envidia hacia los hombres y mujeres que no tienen problemas con
el sol. Mi llegada al restaurante se hace larga, de la nada, los policías
cercan algunas calles. Los policías hablan y a algunos les escucho decir que
han recibido una alerta de una manifestación sorpresa y que tienen órdenes de
arriba de no permitir ningún tipo de manifestación a metros del Palacio de
Gobierno.
En el restaurante tengo una mesa
favorita, en donde suelo consumir mi café y Cheesecake de fresa. Me alucino
sentado, esperando la llegada de mi pedido de siempre. Pero ni bien entro al
local, me topo con una imagen que me descuadra, que hace que me olvide de la
reseña de la que quizá sea la mejor novela publicada el año pasado, como
también del café y el Cheesecake de fresa.
Tengo una debilidad por los platos
marinos. Intento controlar esa debilidad que me ha llevado a la realidad de
tener un inusitado sobrepeso. Al menos para mí, el sobrepeso me significa una
maldición, con mayor razón en verano. La culpa es mía, mi apego a las comidas
marinas es más fuerte que mi voluntad.
Lo primero que veo al entrar al Don Juan
es a un adiposo señor, a quien le están sirviendo un espectacular chupe de
camarones. Miro el plato y me cuesta detectar aquello que se mueve en el plato,
el vapor bañando los mofletes del individuo que con justa razón se siente la
persona más privilegiada de la tierra.
Ocupo mi mesa. A la mierda todo. Le pido
a la mesera lo mismo que devora el adiposo señor. No hay mucho que pensar: uno
también tiene derecho a sentirse el hombre más privilegiado de la tierra.
miércoles, enero 28, 2015
233
El sol me obliga a tener que buscar una
chela. Llamo al señor Quiñones, “Hombre sabio”, para que se haga cargo de la
librería en mi ausencia. Mientras lo espero, me pongo a releer algunas páginas
de Susan Sontag. La entrevista completa
de Rolling Stone de Jonathan Colt.
Una vez ubicado en el Salón Hora Zero en
el Queirolo, pido una Cusqueña y una butifarra. A mi lado, mi cuaderno loro de
apuntes. Me gusta este salón, porque a las once de la mañana no hay mucha
gente. No hay nada peor para el disfrute de una chela que el ruido de la
conversa alegre de los demás. Hago algunos apuntes, refresco mi memoria, de lo
que más tengo presente de Susan Sontag. Como se puede deducir, haré una reseña
de este libro y me es imposible no consignar en mi cuaderno Loro el hecho de
que Sontag fue quizá mi primer gran amor platónico intelectual. Y pienso en si
sería válido poner este dato en el archivo de la reseña, dato que considero
esencial, aunque para algunos puristas y celadores de las buenas costumbres sea
toda una provocación.
Supe de Sontag en San Marcos, mucho
antes de que las canas en la barba delataran mi verdadera edad. Veía a patas y
flacas con su fotocopia de Contra la interpretación, que cuidaban
como si fuera un texto que solo podía ser por leído por los elegidos del
pensamiento académico. Me fastidiaba esa actitud y me vengaba de ellos
vacilándolos por su desconocimiento que tenían de los clásicos. Se me salía
pues el Harold Bloom que habita en mí hasta el día de hoy.
Gracias a mi amiga Verónica pude leer a
Sontag. Me convenció de hacerlo luego de que me hablara de su ensayo sobre la
fotografía, debido a que ella durante esos meses tenía un interés por la
fotografía, o llámale foto documental.
En esos años nos encontrábamos en la
protohistoria de Internet. Así que me aboqué a la búsqueda de todos sus libros
y de sus datos biográficos que pudiera conseguir. Creí que la tarea sería
fácil, pero no, no fue nada fácil. No encontraba ni sus libros ni datos
biográficos. Ni siquiera sabía cómo era físicamente.
Cuando vi su foto en una revista
mexicana, fue un amor a primera vista.
Sontag era una mujer bella, pero su
belleza era extraña, esa extrañeza que irradiaba fue lo que más me gustó. A
pesar de no haber leído ni una sola línea de ella, tuve más ganas de leerla,
había quedado prendido de su aura. Ocurre que siempre he tenido debilidad por
las mujeres de carácter. Confío en ellas.
No por nada una inigualable bella mujer
de carácter es la que ha puesto en orden mi vida.
Hice de todo, cumplí al pie de la letra
todos los favores en pos de sus libros. Su ficción fue lo primero que llegó a
mis manos, luego su ensayística. Había más de un punto en su faceta de
pensadora que me impedía estar de acuerdo con ella y ese desacuerdo se mantuvo
por mucho tiempo, hasta que leí sus diarios, el primer tomo de título Renacida, en donde entendí la génesis y
pulsión que encendían su pensamiento, como también su compromiso y coherencia.
martes, enero 27, 2015
232
Ayer me dediqué a mirar la celebración
de los jóvenes en la Plaza San Martín.
Horas antes, muchos de ellos se
organizaban para marchar hacia el Congreso, en donde se debatiría la
derogatoria de la Ley Laboral Juvenil, o Ley Pulpín, como se la ha estado
llamando.
Me acomodé en mi mesa de siempre, o casi
siempre, del Domino´s. Pedí un jugo de granadilla y una hamburguesa clásica.
Sobre la mesa, el ejemplar de Juntos y
solos, la antología de relatos de Alberto Fuguet.
Iba por el cuento “Prueba de aptitud” y
fácil terminaría el relato en los minutos que demorara llegar mi pedido.
De cuando en cuando, levantaba la cabeza
y miraba la manera en que los jóvenes se organizaban para marchar. Había pues
expectativa, entre violenta y festiva. A pesar de que los jóvenes no
conformaban el número de las otras marchas, marcha que metía miedo a los
cientos de efectivos policiales que como pocas veces se reunía, con la actitud
de estar resguardando una ciudad en vistas de una invasión, cada joven
expresaba la furia y esperanza de cuatro ausentes.
Tomé un sorbo de mi jugo de granadilla.
Paulatinamente, la organización tornaba en una desorganización, pero festiva,
en una especie de Woodstock limeño del nuevo siglo. El aroma a maravilla verde
adquiría una mágica complicidad con la tibieza que deparaba la generosidad del
sol. Los patas y las flacas bailando, cantando, calentándose para la eclosión:
la Ley Pulpín no iba y eso justificaba todos los excesos.
Pedí otro jugo, pero uno más terrenal,
de piña. Y seguí leyendo la antología de relatos de Fuguet. Los patas y las
flacas seguían festejando, pero el sol hacía sentir su presencia, con mayor
razón porque se trataba de la hora del almuerzo.
Me gusta que esta juventud no se dejé
meter el dedo.
Y en lo personal, poco o nada sabía de
la Ley Pulpín. No sé si era correcta. No opiné de la causa, sino que saludé su
efecto, ese efecto que me extrañaba no ver en la juventud de hoy.
Entonces, llamo a mi amigo Richard, ex
arquero de las juveniles celestes, que se desempeña como periodista económico.
Mi pregunta era clara: ¿era o era dable esa ley? Me dijo lo que pensaba.
También llamé a una amiga, Martha, una economista de carrera, a quien le hice
la misma pregunta que a Richard. Me dijo casi lo mismo.
Por un momento, me aterré ante la
posibilidad de estar viviendo una mentira.
Antes, en otra situación, me hubiese
puesto a discutir, a ser el contreras del grupo. Hoy por hoy solo me limito a
ser un testigo, un mero observador de la realidad.
lunes, enero 26, 2015
"un golpe de dados"
No tenemos muchos poetas, de los buenos
y referentes, que demuestren consistencia y alcance cada vez que hacen su
ingreso en los terrenos de la narrativa. En lo personal, estas incursiones
siempre llamarán mi atención. Si algo distinto, original, espero de la
narrativa, en especial de la narrativa peruana, lo espero de sus poetas, pero
de sus verdaderos poetas, que me brindan la seguridad, esa garantía, de que algo
se hará con el lenguaje, que no solo será coraza, disfraz para los que no
tienen nada que decir.
Ahora, subrayemos un detalle: el
discurso narrativo es un imán. Basta leer los poemarios, no solo de los nuevos
poetas peruanos, sino también de los más trajinados, para darnos cuenta de que es
una presencia que tienta y seduce a más de uno. Al respecto, cada poeta tiene
el derecho de escribir en el registro que bien le venga en gana, no importa si
esa tentación obedezca a una apuesta artística, genuina, o al facilismo más
ramplón. Si vemos con objetividad esos poemarios invadidos por un subterráneo registro
narrativo, entenderemos, en algo, el por qué estamos como estamos.
En los últimos años hemos tenido poetas
que se han desempeñado por igual tanto en poesía y narrativa. Sin embargo, los
resultados no siempre han sido de los más auspiciosos e imagino que ello se
debe a una alarmante carencia de lecturas previas, a un desconocimiento de los registros
poéticos y narrativos, que les impide cuajar una propuesta, apelando a
justificaciones jaladas de los cabellos, vendiendo el producto como
“Artefacto”, “Escritura de vanguardia”, “Narrativa Siglo XXI”, o lo que es
inadmisible: como algo novedoso, cuando lo cierto es que no hay nada novedoso
al respecto. Hacemos mal, muy mal, cuando hablamos de “Novela de poeta”,
“Novela de lenguaje”, definiciones poseras que nos distraen de la verdadera
discusión, del punto que no deberíamos desaprovechar: de las grandes ventajas
para fundir registros que nos ofrece la novela como género.
A la fecha, bien podemos asegurar que
Victoria Guerrero es una de las voces poéticas más sólidas del actual panorama
literario peruano. Hablamos de una poeta dueña de una propuesta literaria
coherente, que ahora nos entrega su primera incursión en las parcelas
narrativas: la novelita Un golpe de dados
(Kodama Cartonera, 2014).
Seguramente, más de un purista de las
buenas costumbres literarias se escandalice por el descuido estructural que
vemos en estas páginas, y, sin duda, harán más de un mohín al percatarse de la
presencia de varios personajes que prometen un mayor desarrollo pero que no
pasan del enunciado. Lo que parece un defecto, yo lo veo como una alternativa,
un camino hecho adrede que privilegia el fuego que hay en estas páginas, esa
luz que acompaña a la narradora protagonista Nadja. O sea, se sacrifica la
estructura y se privilegia la voz del personaje, a lo mejor uno de los más
desgarradores que haya podido leer en la narrativa peruana en los últimos
veinte años. Nadja puede ser tierna y salvaje, amar y odiar, como también
indignarse. Hablamos de un personaje que no encuentra su lugar en el mundo y
para superar/reprimir ese no-encuentro hace uso de sus recuerdos y de sus
sensaciones inmediatas de contexto para poder explicarse y justificarse ante la
vida. Este recorrido nos permite acceder a dos tipos de dolores en Nadja: el
individual y el colectivo. Pues bien, ese estado de ánimo se corresponde con el
estilo que emplea la autora, un estilo seco y que corta a manera de estilete,
incomodando, tal y como lo hemos visto en sus poemarios El mar, ese oscuro porvenir y Berlín.
No me hago problemas: prefiero una
novela imperfecta en lo estructural, pero redonda en cuanto a nervio narrativo
que transmita. Lo diré una y otra vez, así se moleste más de un fan del
extrañamiento y seguidor de las acrobacias formales: la literatura tiene que
transmitir. Guerrero ha sabido configurar un personaje real, un personaje que
deja la piel en lo que nos cuenta.
…
Publicado en LPG.
231
Aunque lo he vivido contadas veces, la
semana pasada lo volví a vivir. Perdí la total noción del tiempo durante dos
días. Me di cuenta de ello el sábado, creyendo que era jueves, cuando le
pregunté a mi madre, supuestamente con anticipación, a qué lugar quería ir a
comer el domingo. Cuando ella me dijo que ya había hecho planes con su prima,
fue que supe que no estaba en un soleado jueves, sino en un caluroso sábado.
He estado pues muy desconcentrado del
quehacer exterior. Esto no quiere decir que no haya hecho vida social, porque
el trabajo me obliga a hacerlo. Ocurre que hemos estado en días de cambios. Por
un lado, enfrentar los problemas que hay en Quilca, como también ver la
remodelación del nuevo local de la librería, que seguirá en la misma recta del
jirón, para mi buena suerte frente al bar Don Lucho.
Me pongo a pensar, trato de recordar qué
fue lo que hizo que perdiera la noción de dos días. A lo mejor fueron las
reuniones que teníamos en las noches, siendo testigo del realismo trágico de
los que no hacen nada por defenderse. Siempre he sido de la idea de que si voy
a perder, dejo la piel, lo entrego todo. Me resulta nociva la derrota cuando
esta viene por cuenta de la mediocridad y la dejadez. Hay que lucharla, hasta
el final, sobrevivir pues con dignidad.
No tenía tiempo que perder. Me había
atrasado en varios textos y me puse manos a la obra. Mientras tecleaba, y por
una especie de impulso, escribo la palabra “golpe”. No recordaba haber recibido
un golpe en la cabeza, pero como soy muy paranoico, aún más que un amigo
narrador que en estos días estampará su firma con un sello editorial grande,
empecé a barajar en las posibles secuelas de la herida que tuve hace unos días
al lado del ojo izquierdo, en lo que me pudo dejar el efecto del gas lacrimógeno
durante la última marcha contra la Ley Pulpín.
Obvio, no se trató de un golpe, pero me
ha dejado muy ahuevado lo de la pérdida de la noción del tiempo, uno podría
entender que no te percates de un día, pero con dos es una señal de que hay que
dejarse de huevadas.
viernes, enero 23, 2015
230
Durante mucho tiempo fui un fiel lector
de novelas de espionaje, como también un consumidor compulsivo de películas que
trataran sobre espionaje y sus variantes paralelas. Podría decirse que mi
vapuleada novela La cacería, así es,
esa novela de leyenda negra, con innumerables errores de edición, que iba a
significar mi debut y despedida en el maravilloso mundo de la literatura
peruana, según los decretos de algunos celadores literarios que hoy en día
están más quemados y carentes de legitimidad, es, digamos, deudora de la
tradición de las novelas de espionaje. Si me dicen que la novela es mala, bien,
no me hago problemas, pero si me dicen que es divertida, mucho menos me hago
problemas porque la escribí para que el lector se divierta, y vaya que con las
malas novelas uno también puede divertirse.
Me ha sido imposible no repasar en las
últimas horas todas las novelas y películas que tratan sobre el espionaje. Este
repaso no es más que un recorrido por mis años en donde mis energías físicas,
emocionales y mentales estaban en su mayor despliegue, manifestándose en una
dimensión de entrega y trabajo que sorprendía a más de uno. Creo no equivocarme
si digo que al sumar, al vuelo, el tiempo invertido, por ejemplo, en la lectura
de novelas de espionaje, ese tiempo bien podría justificarse en año y medio.
Así es, era una bestia y sigo siendo una bestia que lo consume todo porque solo
funciono en la vida haciendo lo que me gusta.
Pero ¿a qué se debe este repaso? ¿Por
qué tematizo el post con el tópico del espionaje, y de paso trampeo
contrabandeando mi novela?
La razón obedece a que de casualidad me
reencontré en la madrugada de hoy con The
Mackintosh Man de John Huston.
A la fecha, muchas películas de este
director son consideradas clásicas, de visión obligatoria para todo aquel que
se precie de seguidor del buen cine. Sin embargo, mientras veía las peripecias de
Paul Newman (haríamos bien en recordar a este actor por haber encarnado a
Joseph Rearden y no como galán), Dominique Sanda y James Mason, siguiendo al
pie de la letra las indicaciones de un viejo zorro, conteniendo el ánimo
histriónico y sabiendo que el éxito de la empresa yacía también en el laconismo
(los actores dicen más en sus silencios), reforzaba la sospecha de que estaba
ante la obra maestra de Huston, impresión que bien puede ser polémica, porque
Huston es de los pocos directores que se jactaban sin jactarse de solo realizar
obras maestras. Obras maestras que no eran tributarias de grandes secretos,
sino del simple acto de narrar, de la manera más sencilla posible, sin
artificios, huyendo del dato escondido, haciéndole ascos al discurso críptico.
jueves, enero 22, 2015
229
Mientras boleteaba una novela de John
Williams, bueno, la única obra maestra de Williams que ha llegado por estos
lares, es decir, Stoner, que hace una
semana recomendé a una lectora, a quien también sugerí que no se fiara de lo
que le decía, sino que reforzara su criterio de elección con las opiniones de
otras plumas que, seguramente más que yo, también comparten el entusiasmo por
esta novela que bien haríamos en calificar de obra maestra.
Eso es lo que hago todos los días,
sugerir, no me gusta imponer, tampoco caer en esa trampa de aseverar, a lo
bestia, que todos los libros son maravillosos, cuando no es así.
Lamentablemente, soy un pésimo negociante, seguramente el peor vendedor de
libros, un peligro patente para la subsistencia de cualquier librería. Ocurre
que no puedo hacer nada, se impone el lector antes que el vendedor, se impone
pues el librero, porque el librero, imagino, aunque no tenga desarrollado bien
el concepto y, valgan verdades, poco o nada me interesa desarrollar ese
concepto por considerarlo una pérdida de tiempo, tiene que ser un formador de
lectores y ser permeable a la opinión contraria de los mismos.
Discuto y converso mucho con los lectores.
Quizá de esa condición brote de mí la persona tolerante que en otras instancias
de la vida me es difícil ser. Hay pues una actitud romántica, una visión
idealista que no se ajusta a la bestialidad de las leyes del mercado, que
asesina la mística que debe tener todo negocio enfocado en el tránsito
cultural.
Me levanté pensando en esta penosa
certeza. Hoy en día, en Perú, son contados los libreros, curadores, gestores
culturales, que bien pueden honrar un principio en vías de extinción. Siento
pues, y para bien, una resistencia entre los que quedan. No hay otra opción, se
tiene que resistir, jugársela por el ideal, porque solo el arte, la cultura y
la lectura brindarán esperanzas a este país de mierda con ciudadanos con dinero
que se portan como acémilas, incapaces de redactar una carta a la madre,
atarantados al momento de hilvanar una idea/concepto, peor cuando lo tienen que
escribir.
miércoles, enero 21, 2015
228
Aquella noche que venía en el taxi,
supuestamente alejándome de la marcha contra la Ley Laboral Juvenil, me quedé
atrapado en un cuello de botella. Al igual que mi taxi, muchos buses, taxis y
autos particulares querían evitar el paso de los manifestantes. Cada quien
quiso cortar camino por donde más le convenía, pero ese afán les jugó a todos
un pésimo destino, siendo parte de un cuello de botella que se hizo
interminable porque los manifestantes corrían por entre los autos, huyendo del
gas lacrimógeno.
Pude evitar el sangrado que tenía al
lado del ojo izquierdo y no tuve otra opción que aceptar la realidad inmediata:
quedarme a esperar y rogar para que no haya nada que lamentar. El gas cubrió a todos
los vehículos estacionados a la fuerza. Los manifestantes corrían, su
desenfrenado trote generaba en el suelo una especie de sensación de temblor.
No sé cuánto tiempo habré estado allí,
quizá media hora. Miles de miles de jóvenes corrían con sus pancartas y
botellas de agua en la mano. La caballería policial también hizo su ingreso
entre los autos. Ver policías y caballos parecía la versión peruana de aquella
escena en El planeta de los simios
persiguiendo con redes a Charlton Heston y compañía.
Hasta ese momento no me había percatado
del buen gusto musical del taxista, puesto que de su USB salían muchos éxitos
bailables de los noventa. Me transporté a esas noches interminables de excesos.
De los temas que escuché, uno me llevó a una revelación. Se trataba de una
canción que no la escuchaba en mucho tiempo y que la había olvidado. La buscaba
desde mayo del año pasado, en las semanas que participamos de una feria del
libro en los portales de la Plaza de Armas de Arequipa.
Fue en una noche gélida en que me
encontraba cerrando el stand de Selecta. Tenía hambre y en lo único que pensaba
era en irme al Herraje por un churrasco con papas fritas. El stand que estaba a
nuestro lado no solo vendía libros, también música, buena música, y de su
equipo de sonido se escuchaban buenas canciones, pero una de ellas, llamó mi
atención y por escucharla dejé de cerrar el stand. La disfruté mucho, no era
para menos, su letra y ritmo me llevaron a los buenos momentos de mi exceso
noventero.
Cuando llegamos al hotel, me puse a
buscar en Internet la canción y de ser posible bajarla y tenerla en mi archivo de
música. Fácil no la escuchaba en más de una década. Tan fuerte ha sido el
influjo setentero que hizo que olvidara y pasara por alto muchas canciones que
forjan mi memoria de juergas. Sentí frustración al ver que había pasado más de
media hora sin encontrar el tema.
A partir de entonces, buscaba la canción
cada vez que podía. Fácil tres veces por semana. Hasta que di por perdida la
búsqueda. Sin embargo, como siempre seré un creyente del azar, supe que tarde o
temprano daría con ella, la encontraría y la secaría en mi cerebro, tal y como
siempre hago con todo aquello que me obsesiona.
La escuché mientras tres manifestantes
corrían despavoridas por nuestro lado. “Únete a la lucha, mierda. Abajo el
sistema neoliberal, conchadesumadre”. Le pedí al amigo taxista que repitiera la
canción, petición que hizo con muy buena onda. Me desconecté de todo, hasta del
ardor que tenía al lado del ojo izquierdo.
Una vez en casa. Saludé a mis padres y
di de alimentar al gato, que siempre me espera en su árbol. No hay noche en que
no me espere en su árbol y noche en que no está, quiere decir que está
seduciendo a la gata de los miércoles, porque mi gato es bravo, de armas tomar,
al punto que una vecina ha amenazado con dejarme una caja con gatitos recién
nacidos. Una vez por semana me pide que esterilice o castre a mi gato, algo que
me parece una locura, un atentado a la naturaleza hormonal de Silvestre.
Me puse a buscar con Silvestre la
canción y la escuchamos una y otra vez. A Silvestre le gustaba, en realidad le
gustan todas las canciones que escucho.
La canción (y perdonen si caigo en el
lugar común): “Lessons in Love” de Level 42.
Ojalá les guste.
martes, enero 20, 2015
227
Salgo de la ducha, me seco y me visto.
Me conecto un toque, debo revisar algunos correos electrónicos. Pero antes de
responder los correos electrónicos, me percato de que tengo el ventilador
apagado, entonces lo prendo. Tener el ventilador cerca de mí me recuerda a una
foto en la que aparece Paul Bowles, tecleando en su máquina de escribir y a
pocos centímetros de él un ventilador pequeño que le airea el rostro sudoroso.
¿Afecta el clima al momento de escribir?
¿Cuánto influye la temperatura en la hechura del estilo? Así es, parecen
preguntas tontas, fuera de lugar, pero si analizamos en frío, habría que pensar
en relacionar el clima como un aliado del estilo, o un enemigo del mismo.
Más de un escritor me ha hablado,
escritores que, dicho sea, tienen la rara costumbre de leer, porque, valgan
verdades, en este país los que más deberían leer son los que menos leen, del
estilo barroco del gordo maravilloso Lezama Lima. Estilo barroco, llevado a la
más extrema de las sinuosidades en Paradiso,
ladrillo que bien vale la pena todas las sentadas y horas invertidas en su
lectura.
Así es, Paradiso es una inversión. Durante mucho tiempo tuve esa novela
cerca de mí, en una edición cubana con prólogo de Ribeyro. Me animé a leerla
luego de una conferencia sobre Lezama que tuvo lugar en la Universidad de Lima,
a inicios de los 2000. De los que recuerdo que participaron en esa conferencia,
se encontraban Iván Thays, Camilo Fernández Cozman y Mirko Lauer. Fue Lauer
quien habló de la inversión de tiempo que merece este título del cubano. Como
era muy joven y sufriente de esa enfermedad juvenil llamada literatosis, presté
atención a las palabras del poeta y politólogo.
Presupuesté mi tiempo y me ayudé con un
buen diccionario. Leí Paradiso en las
noches de una perdida semana de invierno de un año que no ubico del todo. Y sí,
Lauer tenía razón, aunque de esa razón supe después de un par de años. Hasta el
conocimiento de esa razón, razón de la experiencia lectora, me encontraba
destrozado. Si hay un libro que me resultó difícil de asumir y entender, ese es
precisamente Paradiso.
Lo pude entender y asumir en mi tiempo,
no en el tiempo en que leía con el único fin de terminar el libro que llegara a
mis manos, en esos meses en los que todavía no tenía desarrollado esa justa
opción de cerrar un libro si es que no me gustaba o me pareciera interesante.
Las cosas pasan por algo, porque si hubiera desarrollado esa opción de cerrar
los libros por los motivos que expongo, sin duda no habría leído Paradiso como lo leí, porque lo leí con
horario: un par de horas antes de levantarme y otro par antes de dormir,
durante más de tres meses, avanzando sus páginas con lentitud.
Me es imposible pasar por alto una
inquietud como el posible influjo del clima en la prosa de Lezama. ¿En cuánto
influye la temperatura en la carga verbal, en la amplitud metafórica, en las
digresiones, en el simbolismo abstracto que son las marcas de la poética de
este escritor? Pienso en esas preguntas e inquietudes. Por el momento se me
ocurren algunas hipótesis, pero la que más se me antoja de verosímil y digna de
tomar de tomar en cuenta, hipótesis que armo sin desatenderme que la lucubro en
pleno verano, sintiendo la calentura húmeda que se refuerza cada día. La prosa
de Lezama es como el erotismo lento, lejano de la consumación, erotismo
alimentado de escarceo y seducción; la frotación constante, el juego, que según
estadísticas, llegan a su cúspide sensorial en los meses de verano. Lezama era
un diletante, escribía lento, sin esfuerzo alguno, como si el gusto, el orgasmo
de la escritura, lo encontrara en el seseo de la escritura, en ese seseo que
hacia interminable su párrafo.
lunes, enero 19, 2015
226
Domingo de sol. Decido abrir la librería
y terminar algunos archivos que debo presentar en algunos días. Mi plan es
estar un par de horas, a lo mucho tres, cosa que de esta manera aprovecho las
horas muertas del día.
Prendo la Laptop y busco el archivo,
pero antes de cliquear, se me antoja una Cusqueña en lata. Como es domingo, no
están cerca los celadores de las buenas costumbres. Salgo y compro al toque no
una sino dos Cusqueñas en lata. Y me pongo a trabajar esos archivos que debí
terminar una semana atrás. Con el control remoto, dirijo los movimientos del
ventilador, dirijo el aire en dirección a mí.
Lo que llamó mi atención, y me percaté
de ello horas después, fue que no que tuve ganas de fumar. Sin duda, estoy ante
una buena señal, porque me he propuesto fumar poco, y lo de este día fue poco o
nada en relación a lo que normalmente suelo fumar. No sentí tembladera alguna,
mis pulsiones no se alteraron, no era presa de ese descontrol en el pecho.
Cuando acabé de llenar los archivos, me
había quedado sin latas y tenía ganas de beber más, de seguir en esa onda,
sazonar lo suficiente mi cabeza para hacer la ruta del cine, puesto que cada
dos domingos, a partir de las tres de la tarde, me pongo a buscar películas, primero
en determinados espacios ya conocidos (a la caza de los clásicos no sonoros)
para acabar en el Pasaje 18 de Polvos Azules.
La ruta del cine me gusta no por las
películas que encuentro y compro, sino por el mismo hecho de hacer la ruta,
ruta que no solo me permite ver de otra manera las calles y personajes que
siempre o casi siempre ves. Todo indica que los domingos las personas son más naturales
que en los días laborales, además, las calles se muestran más veraces en su
desnudez, que nos presenta en su justa dimensión su belleza y fealdad.
Mientras hacía la ruta, en el cruce de
Belén con Uruguay me detengo para ver una bronca en la que dos tipos, de los
que puedo deducir que son amantes de los fierros, se agarran a golpes, digamos
sincronizados. Esa sincronía de movimientos despierta mi curiosidad, puesto que
no se puede pelear de una manera tan cantada; felizmente me doy cuenta en
segundos, no caigo en la trampa en la que sí otras puntas al paso.
A media cuadra, una camioneta blanca, en
el techo de la misma un camarógrafo.
¿Comercial? ¿Largometraje? ¿Corto? Lo
que sea, seguí mi ruta.
domingo, enero 18, 2015
225
La reunión ya no daba para más. Me di
cuenta de que las cosas tendrían sentido o de manera colectiva (con gente seria
y responsable) o individual. Lo tenía decidido y lo único que deseaba era salir
y caminar un poco.
Estaba demasiado abstraído de la
realidad que no me había percatado de la bulla de la gente alrededor de Quilca,
menos del ruido que hacían las hélices de los helicópteros que volaban muy
cerca de los techos.
No podía hacer el camino de regreso que
pensaba. Los agentes policiales habían desviado el tránsito, ni los taxistas
pasaban por las avenidas más cercanas. Tenía que caminar para llegar a casa,
pero lo que no imaginé era que debía caminar más de lo que imaginaba.
El gas lacrimógeno y otros gases tóxicos
que lanzaban los policías para dispersar a los manifestantes que se reunieron
en la Plaza San Martín para protestar contra la Ley Pulpín, iban en mi dirección.
Miles de personas venían por las tres vías de salida que tenía. Pensé en unirme
a un grupo y encontrar la salida con él, pero algo me decía que sería peor.
Regresé al lugar de donde partí, cuya
pista lucía restos de botellas y llantas quemadas. Solo una tiendita permanecía
abierta y compré una botella de agua mineral sin gas. Bebí media botella. Si no
hacía algo, fácil me quedaba en el disturbio hasta la una de la madrugada. Y
no, debía llegar antes de las once de la noche y así ver la maratón de True Detective en HBO. Hice algunas
llamadas a amigas y patas que suponía en la marcha. Una amiga me dijo que debía
caminar hasta el Centro Cívico, en donde podría encontrar taxis, me preguntó
también si quería unirme a la marcha y le dije que si lo hacía no veía la
maratón de True Detective.
Fui pues al Centro Cívico y paré un
taxi.
Me acomodé y el taxista piso el
acelerador.
A una cuadra de viaje sentí una gota
espesa al lado de la ceja izquierda. No recordé que haya estado agitado,
tampoco corriendo, como para sudar. Me saqué las gafas y pasé mis dedos por esa
supuesta gota de sudor. Pero no, no era sudor. Era sangre con agua que salía de
mi piel. El taxista se percató de la herida que tenía y me preguntó si me había
caído una piedra. Le dije que no y tuve que explicarle el problema que tengo
con la piel, esa suerte de fotosensibilidad que me lleva a ponerme bloqueador
hasta seis veces al día, incluyendo noches e inviernos.
Pero esta vez el gas lacrimógeno había
lacerado mi piel.
“Ah su”, dijo el taxista.
viernes, enero 16, 2015
"el lugar del cuerpo"
Habría que prestar más atención a lo que
se viene escribiendo en el imaginario de la nueva narrativa latinoamericana. Si
hacemos un paneo, por más ligero que este sea, podemos destacar fácilmente a
cinco o seis nuevas voces a las que no tendríamos que perder el paso, seguirlos
y ser testigos de su posible evolución.
Meses atrás terminé la lectura de una
novela redonda, si la vemos de lejos (obviamente, pasando por alto sus contadas
imperfecciones estructurales), e intensa y con nervio si la miramos de cerca.
Me refiero a El lugar del cuerpo (Santuario
Editorial, 2014) del narrador boliviano Rodrigo Hasbún.
Estamos ante una novela breve, que a
primera impresión podría obedecer a una estructura sencilla, cuando lo cierto
es que esta no tiene nada de sencilla, sino que nos enfrentamos a un andamiaje
narrativo por instantes complicado y abigarrado, tal y como lo vemos en sus
primeras páginas. Felizmente, se tratan de pequeños escollos para el lector,
que a ritmo de calentamiento los pasará y así insertarse en la fuerza narrativa
de Hasbún. Porque eso es lo que exhibe este escritor: fuerza narrativa que
canaliza en los tópicos que conducen y dan sentido a su personaje, Elena: el
sexo, el erotismo, la familia, la política, que unidos dan peso a lo que esta
tiene que llevar tanto en su mente y su corazón: el trauma.
Elena es pues una mujer que viaja en su
pasado para poder explicarse a sí misma, con el objetivo de encontrar su lugar
en el mundo y su justificación ante él. Hablamos de una mujer rota, que desde
que fue violada por su hermano, se dedica a reprimir esa experiencia. En este
sentido, Hasbún nos entrega un personaje de temer, con una sensibilidad capaz
de alterar las vidas de los que la quieren y rodean. Elena reprime su dolor en
el placer sexual. Por las descripciones que nos ofrece Hasbún, bien haríamos en
catalogarlo como un aplicado discípulo de la poética erótica de Apollinaire.
Pero ante todo, Elena es una máquina de ficción y bien podríamos catalogar a El lugar del cuerpo como un tributo a la
creación de ficción, como una ofrenda al acto de narrar.
Pues bien, esta novela se sostiene y ve
sustentado su prestigio en el estilo de Hasbún. Un estilo que se nutre de una
poesía seca, pero cortante. Estilo que funciona como un estilete que hiere al
lector, que hace renacer en él sus zonas oscuras, aquello que más de uno cree
olvidado pero que en la experiencia de la palabra, en este caso la del autor,
abre las compuertas de todos los factores que nos joden y que tememos
enfrentar.
No hay que dejarnos engañar por la
brevedad de la novela. No tienes la más mínima idea de lo que te perderás. Aquí
hay algo que pocas veces vemos en la narrativa contemporánea (y no me refiero a
lo que se escribe en castellano), un aspecto que deberíamos rescatar y elevar:
confrontación con el lector. Sin exagerar, el que ame la lectura de ficción,
quien la sepa leer entre líneas y este abierto a lo que encontrará, hallará en
las presentes páginas una luz que se quedará contigo, llámala epifanía, si
gustas.
…
Publicado en Siglo XXI.
jueves, enero 15, 2015
224
Anoche se me dio por ver segmentos de Los infiltrados de Scorsese. Más de uno
dirá que no se trata de lo mejor de su filmografía, pero poco o nada me vale
esa opinión, al menos no resulta decisiva para tenerla en menos.
Termino de ver los segmentos que
necesitaba ver y dejo correr la película. Me acomodo en mi sillón y continuo la
lectura de los dos libros que vengo leyendo, aunque uno de ellos es una relectura,
un libro que frecuento en verano, ahora en este verano limeño que, hasta el
momento, se está portando bien.
Pienso que algunos libros se ajustan al
clima, no sé, pero no es lo mismo Trilogía
sucia de La Habana en invierno, primavera y otoño que en verano. No, para
quien esto escribe no es lo mismo. Esta suerte de cuento-novela del cubano se
me antoja ideal bajo la canícula. La poética de Pedro Juan Gutiérrez adquiere perennidad
con esos personajes que intentan sobrevivir en un país que no les ofrece nada.
La realidad los obliga a ser guerreros que viven para sobrevivir.
Lo que siempre me ha atraído de sus
personajes es precisamente su desgracia festiva. Las limitaciones materiales no
son óbices que los repriman de sacarle la vuelta a la realidad. Son decididos,
machos y hembras en todo su derecho y esplendor. Como bien lo dijo el autor, “a
mis personajes los pongo a templar”, es decir, lector, los pone a tirar todos
los días del año. El sexo se convierte en la única salida pasajera, en una
droga que los hace creer en sí mismos, en fortalecerles el amor propio,
elevando su autoestima, motivo más que suficiente para no sentirse tan cagados
y derrotados.
La película seguía su curso, ahora veo a
Costello negociando con unos chinos la venta de microprocesadores de misiles.
Esta escena me gusta, por su humor y oscura ironía. Entonces, me voy al otro
lado del río, dejo a Gutiérrez y cojo por primera vez el libro de una autora de
la que nunca había escuchado, cuyo título llama mi atención: Apuntes al margen (Ediciones UDP, 2014)
de Carla Cordua.
Apuntes, pues, al margen. El título me
sugiere no pocas cosas, me lleva a pensar en el residuo del pensamiento,
aquello que dejamos de lado no por menos importante, o, lo que esbozamos con la
idea de desarrollar más adelante, como ocurre cada vez que estamos inmersos en
un proyecto mayor. Bien la publicación forma parte de lo que llamo la Tradición
de los retazos. Por su carácter plástico, estos apuntes no solo se suscriben a
los temas que por oficio domina la autora, la filosofía, sino que nos habla de
literatura, viajes, actualidad, etc. En síntesis: pincelazos de su pensamiento,
pero sobre todo, un muestrario de su generosa sabiduría intelectual,
ofreciéndonos una mirada distinta de lo conocido, de lo que creemos conocer. Una
mirada que se instala en nuestra visión de la vida, que nos lleva a
cuestionarla, experiencia que no siempre vivimos en la lectura.
miércoles, enero 14, 2015
223
Los días pasados estuvieron rubricados
por la tensión. También por la indignación. Fui testigo de cómo juega el Poder
Judicial, de la gran mentira que son las leyes en este país. Claro, no es nada
nuevo lo que digo, escuchamos de ese juego desde nuestra infancia. Pero una
cosa es escucharla y otra muy distinta vivirla.
Entonces, no me hice problemas. Si la
justicia Made in Perú me juega sucio,
yo también haré lo mismo.
Eso es lo que hice en estos días. Jugué
sucio, pero con estilo. Y gané, creo.
Ahora respiro tranquilo y como estoy
tranquilo, me dedico a caminar por las calles del centro, bajo cualquier
pretexto. Siempre camino por esas calles de historia, corrupción y humedad,
pero ante todo de gente que la lucha y la disfruta.
Se me antojó un jugo de granadilla con
mandarina. Caminé hasta el Don Juan. Una vez allí me puse a leer una revista de
política y respondí un par de llamadas que me hicieron al celular.
De regreso a la librería, opté por el
camino más largo. Me detengo en los kioskos y leo algunas portadas. En varias de
ellas se anuncia que pagarán a los fonavistas, a esas personas, muchas de ellas
que han pasado la base seis, que esperan que el Estado les devuelva el dinero
que aportaron durante tantos años. Lo justo. Obvio, es lo justo.
Bajé por Caylloma.
Horas después me arrepentí de haber
bajado por esa callecita, en donde se ubica una asociación de fonavistas, una
de las tantas que hay en Lima.
Más allá de quejarme, piensas que algo
puedes hacer contra el aprovechamiento de cierta gente de mierda que,
precisamente, se aprovecha de la esperanza de personas esperanzadas en que el
Estado les devuelva el dinero que les descontaron durante toda una vida laboral.
Estas cucarachas juegan con las expectativas de estos hombres y mujeres, a los
que vi maltratados, con hambre y sed, muchos de ellos en sillas de ruedas y
muletas, que no podían reunir cuatro soles para que la asociación a la que
pertenecen les agilice el papeleo o, sencillamente, les brinde la información
de cuándo es que tenían que pasar a cobrar por el Banco de la Nación. Así es,
cuatro soles que para uno es nada, pero no para esas personas que deberían
estar descansando en casa, despreocupados, tal y como corresponde para su edad.
Me arrepentí de haber pasado por esa
asociación, no por lo que vi, sino porque no hice algo cuando se supone tenía
que hacer algo, como agarrar a tabazos al guardia de la asociación, también al
tonto de corbata michi encargado de cobrar los cuatro soles a los viejitos.
Pero ante todo, me arrepentí de no haber armado una bomba casera para
desaparecer esa asociación con fines de lucro. Botella, gasolina y una mecha.
De esa manera se podía poner algo de orden y sentido común en el mundo.
martes, enero 13, 2015
222
No sé cuántas veces he visto El tercer hombre. Cada vez se ubica como
una de mis películas preferidas. Para quien esto escribe, se trata de una
película que no deja de generar patentes y latentes epifanías.
La vi anoche y me puse a hablar de ella
con mi padre, a quien también le gusta, aunque no tanto como a mí. Al igual que
con determinados libros, ciertas películas las conocí por personas que por
alguna u otra razón han marcado mi vida. Si la memoria no me falla, fue con
esta película de Carol Reed con la que pude pasar el puente del mero gusto a la
obsesión por el cine. Se deduce, la vi en la Filmoteca de Lima, si no me
equivoco, en un perdido domingo de 1997.
A lo largo de los años, más de una vez
me he sometido a la pregunta de cuál fue la película que me marcó como
consumidor de películas. Dependiendo de mi estado de ánimo, me venían a la
mente no pocas. Cada lista al paso bien podía jactarse de distinta y ecléctica,
pero en cada una de esas figuraba El
tercer hombre, ubicada como una fuerza irracional, lejana a las fuerzas de
los análisis y de los caprichos del recuerdo selectivo.
Como el tiempo no pasa en vano, he
llegado a entender el por qué la película me sigue gustando. Al respecto, no
vale perderme en digresiones intelectuales, no sirve de nada dárselas de
sabihondo ante lo evidente, resulta pues una pérdida de tiempo.
Me percaté de su secreto, un secreto que
siempre estuvo en mis narices, y que no pude detectar debido a esa mala costumbre
que tuve durante mucho: la de ser un insoportable posero que quería elevar todo
a una estancia a cuenta de un discurso en los que se mezclaban los clichés del
más rancio floro intelectualoide.
Ese secreto era su sencillez. En esta
película absolutamente todo es sencillo. Se quiso contar una buena historia y
vaya que se consiguió el objetivo. El guion sigue exhibiendo una limpieza
narrativa que ahora entiendo por qué los mejores guionistas lo recomiendan como
un manual para escribir guiones, más o menos en la onda de los talleristas
literarios cuando usan el relato “Catedral” de Carver para enseñar a sus
alumnos la estructura e impacto que debe tener un cuento. Y claro, los actores,
ni quedados ni exagerados en su histrionismo, en su justa medida.
Ni de lejos ni de cerca, El tercer hombre no exhibe grandes
virtudes, solo natural genialidad.
lunes, enero 12, 2015
221
Ayer, mientras regresaba a casa, me di
una vuelta por Polvos Azules. Quería comprar algunas películas, aunque
finalmente no compré ninguna. El centro comercial se encontraba atiborrado de
gente, por momentos me sentía en el centro de una lavadora, que no dejaba de
succionarme y expulsarme.
Caminaba rumbo al Pasaje 18. No pensaba
en nada, mi mente estaba en blanco, lo único que quería era comprar las
películas e irme cuanto antes. Pero mis planes se vieron alterados, porque pude
distinguir, a no más de treinta metros delante de mí a tres narradores peruanos
que, seguramente al igual que yo, iban a la caza de películas. Dos de ellos
formaron parte de mis antologías de narrativa peruana última, el otro, felizmente
no, puesto que no es más que una mascota literaria, porrista estratégico del
escritor peruano de moda, puesto que el par de ex Disidentes, vienen atravesando un gran momento, uno desde hace
algunos años, y el otro, aunque su buen momento debió venir desde mucho antes,
recién disfruta del reconocimiento que merece.
Iba a acercármeles y estuve a nada de
hacerlo. Pero me detuve, respiré hondo para no ser víctima del atontamiento, la
falta de aire puro podía jugarme una mala pasada. Me pregunté para qué
acercarme si con el par de ex Ds
tengo una relación cordial, además, al igual que yo, a lo mejor estaban apurados
y con ganas de salir de aquel sauna de humores. Pero no, ese no fue el motivo.
Bien podía acercarme y saludarles, porque me aprecian y respetan, tal y como
ocurrió con uno de ellos hace muchos meses en una presentación de un número que
ahora no me acuerdo de Buensalvaje.
Claro, me dije, como si las huevas, voy
a saludarlos un toque, pero ocurrió un detalle, el hecho que determinó que me
vaya. La mascota literaria sacó su cel e intentó cuatro veces un selfie con los
ex Ds mientras caminaban, o sea, un
forzado selfie andante, por demás ridículo. Como los tenía a muchos metros
delante de mí, no pude ver la reacción de los ex Ds. Me detuve y decidí irme. No era el contexto ideal ni para
comprar películas, ni para respirar bien, ni para ser testigo de ridículas
fotos históricas. Solo quería respirar aire, un aire libre de humores.
viernes, enero 09, 2015
jueves, enero 08, 2015
220
Me hablaban muy bien de la película Gone Girl de David Fincher. Y mejor aún
de la novela de Flynn que la inspira.
Una especie de inevitable sentimiento
posero impedía que me acercara a ver la versión cinematográfica. A esto, sumo
el dato curioso de que me la recomendaban solo mujeres, amigas y conocidas que
llegaron a mí con un inusitado entusiasmo, que plasmé en interés real todavía
mucho tiempo después de la recomendación.
Aproveché que había llegado temprano a
casa y me puse a verla en tranquilidad, puesto que luego de verla, haría las
cosas que siempre hago entre las once de la noche y las dos de la madrugada. Me
sorprendió esa tranquilidad, sin darme cuenta mantengo un método que me lleva a
respetar un trabajo literario que siempre pende de un hilo, ya sea por las
salidas, las llamadas de las amistades y cualquier frivolidad de la vida.
Cierta vez escuché, y no niego que
cuando lo escuché acepté esa realidad de forma festiva, que estábamos en los
años de las mujeres. En lo personal, confío y le tengo miedo a las mujeres
cuando se proponen ser malvadas. Pero la mayoría de las veces esa maldad es
motivada por la provocación de los hombres, que mal haríamos en subestimarlas.
Puedes subestimar a quien quieras, pero no a una mujer. Quien subestime a una
mujer no es menos que un Kamikaze.
Esta es una de las impresiones que me
deja la película, o, mejor dicho, esta es la impresión que me depara Amy, la
protagonista fatal que lleva al milímetro una venganza que no será para ella
tal si no cumple cada uno de sus cometidos. Es decir, su venganza tiene que ser
tal y como ella quiere que sea. El afán de destrucción es lo que la motiva,
aquel es pues el conducto que la sobrepasa, pero a diferencia de otras
antiheroínas, Amy lleva su empresa con estilo y suma inteligencia. No es presa
de la ramplonería, sino más bien de la degustación de cada uno de sus actos. Gone Girl no es una obra maestra, pero
sí una película que justifica el buen rato que uno pasa mirándola, una buena película
que nos deja a una mujer fatal digna de recordar.