jueves, abril 30, 2015
284
No han sido días del todo felices, a las
tristezas personales, se suma una que también es personal, que ha afectado a no
poca gente que conozco y que no.
Ese es el problema, a veces creemos que
somos inmortales, que la muerte nunca nos verá la cara, pero cuando esta viene,
lo hace con fuerza, de sopetón, y no nos queda más que aceptar la realidad de
no tener a las personas que apreciábamos y admirábamos, tal y como en estas
últimas horas nos pasa con Carlos, con Carlos Calderón Fajardo.
Podría decir muchas cosas de él, porque
lo conocí. Pero lo que más recordaré será su forma de ser, que en más de una ocasión
me hizo pensar en que era un adolescente preso en el cuerpo de un hombre mayor.
Ese espíritu juvenil lo percibía en su poética, pero no se trataba de una
cuestión de ludismo y adrenalina, sino que para él no había registro por
explorar en narrativa. Sobre Carlos y su obra vengo escribiendo un texto, tengo
las ideas centrales del mismo, pero se me hace difícil seguir adelante, porque
las sensaciones se encuentran, escribes al filo del sentimentalismo y necesitas
controlar la sensibilidad, que para estos menesteres lo más probable es que te
juegue una mala pasada y una mala pasada es lo que no quiero ahora que escribo
de Carlos.
Me espera un día más o menos largo en la
librería, tengo que hacer las cosas rápido porque la tendré que dejar a las
cinco y media, a esa hora tendré que ir a grabar una entrevista en San Isidro y
espero que el entrevistador me pregunte por Carlos y espero que lo que diga
sobre él esté a la altura, le guste, porque él solía ser muy exigente.
martes, abril 28, 2015
lunes, abril 27, 2015
283
Abro la librería y pongo en el cd player
el White Album. Me sirvo café y agua
mineral. Quiero despejarme, respirar hondo y poner en orden mis sensaciones y
olvidarme lo que fue esta mañana en la que sentí la violencia que genera el
tráfico de la ciudad. Ese cruce entre 28 de Julio con Wison no es menos que una
invitación a llevar cabo lo que Michael Douglas en Un día de furia.
Me encontraba en el taxi, leyendo por
tercera vez Susan Sontag. La entrevista
completa de Rolling Stone de Jonathan Colt. Sin duda, se trata de un
librazo del que en estos días escribiré una reseña para una revista literaria.
El pensamiento de Sontag me abstrae tanto que me desconcentro del camino que
toma el taxista, a quien olvidé decirle que haga otra ruta, de preferencia por
Iquitos hasta Grau, pero también pienso que no era necesario alertarlo, porque
él, como taxista, se supone que sabía mejor de los atajos para evitar ese
infierno que genera la obra que se está haciendo en la intersección de 28 con
Wilson.
Cuando me doy cuenta de la burrada del
taxista, es muy tarde. Demasiado. Pero me quedo callado porque la culpa es mía,
por no hacer caso a esa voz interior que me decía que alertara al fanático de
Air Supply en el volante. No tengo otra que adecuarme a la situación. El
tráfico no es lo que me molesta tanto, sino el calor que se siente dentro del
auto, calor que hace que empiece a sudar, a no saber qué hacer con las gotas de
sudor que se forman en mi frente y nuca.
Bajé la luna y encendí un cigarrito, más
temprano de lo que esperaba hacerlo, pero no, no podía concentrarme del todo
para seguir leyendo, menos para dedicarme a mirar pasar la vida. El aire
caliente calentaba aún más el ambiente del auto, el sonido del motor era el
anuncio de una muerte en vida que por más de un momento hizo que barajara la
idea de pagar la carrera e irme caminando a la librería.
Saqué el billete para pagar la carrera.
Me iría caminando más de ocho cuadras, siendo víctima del calor que ahora sí se
la agarraría conmigo porque no me había puesto bloqueador, sumado a que me
había olvidado en casa el bloqueador. Parecía que sería un lunes de mierda,
pero no lo fue tanto cuando el auto empezó a avanzar. El fanático de Air Supply
aprovechó un hueco que llevaba a una cuadra a la espalda de Polvos Azules, en
donde el trayecto a la librería se hizo más llevadero, aunque no rápido.
sábado, abril 25, 2015
282
Llego a casa temprano. La charla con
Ulises Gutiérrez en el Virrey de Lima salió mejor de lo que pensaba.
Al regresar, fui por el camino de
siempre, por una casi deshabitada Camaná, que esperaba el punto azul de la
noche para desatar su furia. En mis pensamientos, hacía un recuento de lo que
me viene ocurriendo en estos días, del exceso que deposito en todas las cosas
que hago, cosas que a fin de cuentas no sé si están bien o no. Pero como bien
dijo un cineasta: “hay que hacer las cosas, hacer las cosas”.
En el cruce de Colmena con Camaná,
decido caminar hacia la Plaza San Martín. La idea es perderme entre los islotes
humanos que alberga la plaza. Hubo un tiempo en que me perdía entre esos
islotes, en los que intentaba, según mi creencia de ese tiempo, aprender algo
de política, pero la política en acción que sin duda no podía aprender de los
textos. Quería ser un virtual testigo y partícipe de lo que se debía hacer para
cambiar el mundo. Me gustaba escuchar a esos tíos, no por lo que decían, sino
por la manera que lo hacían. En sus ojos podía ver la satisfacción que les
producía el discurso que pergeñaban, su importancia que exhibían al menos
durante un par de horas. Aunque no entendía del todo sus conceptos de
revolución, aplaudía fuerte luego de escucharlos. Y ahora que volví, los sigo
viendo, siguen, pero más ajados, pajizos, pero con la misma actitud
revolucionaria.
Al llegar a casa subo al Face algunas
fotos de la charla de hace algunas horas.
Como estoy en el Face también me entero
de algunas cosas que me sorprenden, pero en realidad no debería sorprenderme
tanto, pero qué le puedo hacer, hay pues quienes no entienden una broma, que
toman demasiado en serio mis palabras, hasta cuando las digo con ironía y humor.
viernes, abril 24, 2015
281
Ayer fue un buen día en la librería.
Solo al final de la jornada me di cuenta
de que fue El día del libro.
Con esa sensación extraña, pedí que me
compren dos Cusqueñas en lata.
Prendí un cigarro y dejé divagar mi
mente, acto que me llevó a ser la última persona en abandonar el Boulevard
Quilca. No sé cuánto tiempo estuve pensando, mirando a las dos perritas que
yacían en una caja, supuestamente dormidas y que necesitaban dueño.
Jacqueline me preguntó si no quería
llevarme una de las perritas. Me preguntó lo mismo Valderrama.
Una de las perritas me miraba, al menos,
eso era lo que quería creer, que me miraba, seguramente me suplicaba
mentalmente que me apiade de ella, lo suficiente como para ponerme de pie y
cargarla.
No lo niego, por algunos segundos pensé
en la posibilidad de adoptar a la perrita que me miraba. Este pensamiento se
reforzaba con lo del pekinés que en un par de semanas le regalarán a mi madre.
El pekinés no debe estar solo, no puede caer en esas patéticas actitudes de los
perros sin hembras.
Me acerco a la caja en donde se
encuentran las perras, acaricié la cabeza de la que me miraba y la cargué.
Estaba dispuesto a llevármela a mi casa. Esta decisión no obedecía a criterios
de raza, criterios por demás estúpidos que influyen hasta para adoptar
animales. Solo obedecía a la empatía y con eso me bastaba. En otras palabras,
me sentía bien con ella, me generaba paz hurgar en sus ojos, seguramente con la
esperanza de poder verme en ellos. La perrita me olía, en especial la barbilla,
que alberga todas mis canas, las mismas que sobredimensionan mi edad cada vez
más, porque sin las canas en la barbilla, me vería mucho más joven, pero eso ya
no importa, puesto que he asimilado mi edad, no con orgullo, pero sí con
festiva resignación.
Devuelvo la perrita a la caja, porque me
percato de una niña que la mira. La niña se le acerca y pasa su manito por su
cabecita.
Esta escena, por más anodina que
parezca, me conmueve. Y por el mismo hecho de que me conmueve, huyo, huyo de la
posible y casi segura cursilería.
jueves, abril 23, 2015
280
Día de sol, de sol que espero desaparezca
pronto y así evitar la sensación húmeda y salvaje del verano que hemos tenido.
Realizo mis cosas habituales, como beber
agua mineral sin gas segundos después de abrir la librería. Además, me percato
de que algo en mí que no anda bien, una incomodidad profunda que me lleva a
recapitular lo que debí hacer y, obvio, no hice en estos días.
El martes último, el 21, no solo fue un
día agitado, que me dejó con un fuerte dolor de cabeza, con una tembladera en
todo el cuerpo que no sabía cómo controlar, tembladera que no estaba
relacionada al consumo, ahora sí moderado, de tabaco, sino a una suerte de
presentimiento que no era malo, sino de plenitud que me justificaba en la vida.
No siempre soy presa de estas sensaciones, pero cuando sucede, no puedo dejar
de dar gracias por la buenaventura que ha signado mi vida, porque siempre me he
considerado privilegiado, y fui consciente de ese privilegio el martes, porque
a pesar de lo alborotado que fue ese día, había una sensación de reconciliación
conmigo mismo y de mí con el mundo.
En fin, el día sigue su curso y avanzo Patrimonio, la publicación de los
cuentos ganadores y finalistas de la última edición del Copé de Cuento. Si todo
sale como espero, en los próximos días publicaré una reseña del libro, aunque
para ello, buscaré el punto de equilibrio que me permita hacer una reseña
equilibrada en lo literario, que es lo que siempre hago, aunque a veces lo
extraliterario traiciona la supuesta objetividad.
Pero me doy cuenta de que no he traído
mi almuerzo y pienso en ir a almorzar al Queirolo y dar cuenta de un tallarín
verde con bisté apanado. Solo espero que el bar no se encuentre lleno, porque
lo que me gusta más es comer solo, o en todo caso, sin mucha gente, sin ruido
ajeno.
miércoles, abril 22, 2015
279
Me levanto temprano y me pongo a leer El Cristo de la rue Jacob y otros textos de
Severo Sarduy. Hace tiempo que no volvía a los textos del cubano y no sé si los
que integran esta publicación de la UDP también forman parte de su obra
completa que editó ALLCA. Igual, más tarde me sacaré de dudas.
A las siete de la mañana me preparo café
y huevos revueltos. Pongo en el CD Player algo de Lou Reed.
Desayuno despacio, sin apuro, pensando
de forma general lo que haré el resto del día, que, según sospecho, no lograré
hacer. Eso me pasa, cuando planeo un día, no cierro absolutamente nada de lo
que había planeado. Por más que me lo proponga, al final no llego a
absolutamente nada. Con el tiempo me he convencido de que todas mis capacidades
se sustentan en el azar, siempre y cuando me guste lo que esté haciendo. Solo
así puedo ejercer aquello que llamo dimensión de trabajo.
Cerca de las nueve de la mañana me
conecto a Internet y reviso el Inbox del Face. Edwin, el director de Lima Gris,
me dice que ya subió la entrevista que Rimachi me hizo anoche. Esa entrevista,
hay que decirlo, sufrió de imperfectos técnicos. Por un momento sospeché que el
petizo que habla de mí, muy mal de mí a mis amigos y a quien llegado el momento
voy a intersectar por las calles de Lima, era el que estaba colgado de la
antena de la radio, tratando de que no salga la señal en vivo, también pensé en
su amiguito, que estaba jalando el cable. O sea, pensaba en un boicot. Pero
luego, inmediatamente, pisé tierra y me dije que no era para tanto, puesto que
los desperfectos técnicos son cosa habitual en estos menesteres.
La entrevista, que respondí desde la más
absoluta irracionalidad, sin calibrar mis respuestas, salió bien. Sé que mis
comentarios no van a gustar a muchos y los que me leen/conocen saben que no me
preocupo si mi opinión agrada o no, ya que prefiero quedar bien conmigo mismo,
como pienso que tiene que ser. Además, no he dicho nada que no sea verdad. Por
eso, muchachos, piensen, reflexionen y no la caguen más.
martes, abril 21, 2015
278
Llego temprano a la librería, tengo que
dejar algunas cosas ordenadas porque saldré más temprano de lo debido. A las
ocho de la noche me entrevistará Gabriel Rimachi en su programa Fahrenheit 051
de Radio Lima Gris. Mi idea es dejar la librería a las 7 y 30. Media hora es
más que suficiente para llegar a las instalaciones de Lima Gris en Petit
Thours.
Pienso en lo que diré y no niego que
también siento algo de temor en lo que vaya a decir, porque lo mío es
esencialmente escribir, no hablar, pero ahora me toca hablar y trataré de
relacionar mi pensamiento escrito con el hablado, que por más que se crea que
es fácil, no lo es. La espontaneidad, pues, me ha jugado varias malas pasadas
durante mi vida.
Aunque claro, lo último que haría es
premeditar mis respuestas. Ante ello, libro mi mente de conceptos, de posturas
determinadas. Apuesto por la mente en blanco y me consagro a la frivolidad
hasta el instante en que deje la librería.
Mientras tanto, hay que realizar
funciones, como ordenar la librería, pero antes se me antoja un café con
orejitas azucaradas.
Doy cuenta del café y las orejitas.
Pienso en el almuerzo.
Reviso los periódicos que no he leído en
los últimos días. Me pongo al día en el caso del tal Oropeza, de la metáfora
del nuevo rico hampón.
Aunque no recuerde el episodio, ni la
temporada, en Breaking Bad, Gus Fring,
el dueño de Los Pollos Hermanos, le dice a Walter White que ahora que es
millonario, tiene que aprender a vivir como rico, controlar la exposición de su
riqueza, porque vivir como pobre, cualquiera puede vivir como pobre.
"excepción bolaño"
Desde hace mucho tiempo un libro de
crítica literaria no llamaba mi atención. Me fastidiaba y sigue fastidiando la
arrogancia de la jerigonza académica. Felizmente, este fastidio no es solo mío,
es compartido por cientos de lectores que quieren saber un poco más e ir a la
profundidad del autor y tema que les interesa.
Llama la atención que me haya gustado un
libro sobre un autor del que se ha escrito y se seguirá escribiendo mucho, como
lo es el chileno Roberto Bolaño. Para quien esto es escribe, Bolaño es el
combustible literario, me basta y me sobre con volver a su obra para poner las
cosas en orden, también para afinar conceptos sobre su misma poética. A la
fecha no me sorprende el grado de resonancia y el nivel de epifanía que esta
genera. Sin embargo, lo que leía sobre él, no me entusiasmaba mucho, menos aún
los títulos de corte académico. Sentía esos textos como si fueran impostados
intentos por desnudar la literatura de Bolaño, intentos impostados a la fuerza.
Lo que hace de Excepción Bolaño (Instituto de Cultura de Puerto Rico, 2014) de
Francisco Carrillo Martín, una publicación especial es el puente que Carrillo
forja con el lector. Carrillo, un hombre que conoce la teoría de la A a la Z,
parte su ensayo de lo medular si es que se quiere analizar a Bolaño, es decir,
de su condición de lector, la del lector que admira.
Con una prosa limpia y alejada del lugar
común, el crítico nos brinda un acercamiento a Bolaño, libro a libro, o ya sea
de forma colectiva e individual, manifestando, como tiene que ser, su punto de
vista, sin depender del facilismo del acopio de datos y huyendo de la mera
descripción. Carrillo no hace alarde de conocimiento teórico y en esa carencia
de alarde descansa la fuerza del presente trabajo. Carrillo nos lleva a la
médula de la escritura de Bolaño, especulando de la riqueza de esta con su
influjo político. Porque Bolaño era un escritor político, así hayamos estado o
no de acuerdo con él, notábamos una postura ideológica que alimentaba su
literatura. Bajo ese sentido, el crítico construye un discurso que deja
satisfecho al lector, a quien impulsa a leer y releer toda la obra del chileno.
Esto, hoy en día, es un logro.
…
Publicado en Siglo XXI
lunes, abril 20, 2015
277
Un fin de semana cansado, pero feliz.
Me sorprende hablar/escribir de la
felicidad, cuando lo que siempre he hecho en mi vida es denostar de la
felicidad por considerarla una de las más grandes mentiras del hombre. Pero no
me hago bolas, lo último que me gustaría ser en la vida: un cagón que reniega de
todo.
Pues bien, me encuentro entre Javier Prado y
Arriola y camino hacia La Rocca, un simpático café en el que quizá se venda el
mejor pan con chicharrón de Lima, aunque si hablamos de panes con chicharrón,
me falta conocer el que hacen en el Callao, en ese mercado en donde unos chinos
venden el mejor pan con chicharrón, según muchos.
Como sea.
No es que vaya a comer un pan con
chicharrón en lo que queda de este domingo. Solo quiero un café, abrir mi
diario y revisar ciertas cosas que he estado escribiendo en las últimas semanas
y que se me presentan como presencias fantasmales en los sueños. Por otra
parte, quiero encontrar el punto medio de esto que siento como felicidad, o a
lo mejor, y como tiene que decirse, plenitud, porque es plenitud lo que vengo
sintiendo, que mientras dure lo disfrutaré.
Hay poca gente en La Rocca, los
televisores están apagados y del equipo de sonido se escucha “It Feels Like The
First Time” de Foreigner. Durante un tiempo esta canción me pareció de la más
superflua, pero ahora no lo es. Por el contrario, me lleva a mis años de
aprendizaje, de aprendizaje vital, entre los quince y diecisiete, época en la
que era bestia hormonal y sensorial, en la que solo te justificabas en el
exceso. En el diario había apuntado un suceso que me había ocurrido en la Plaza
San Martín, en 1993.
Los que hemos transitado el centro de
Lima en esos años, sabemos que no hablo de poca cosa. Había que tener mucho
huevo y harto ovario. Los hombres y mujeres de distintas edades que caminábamos
por espacios como la Plaza San Martín desafiábamos los peligros, el quedar
chuzeado era una realidad que se hacía verosímil siempre que no tuvieras
suerte. Paso las páginas del diario hasta encontrar esa nota que hice del sueño
que me remontó a esos años violentos en el centro de la ciudad.
Bebo el café despacio. Uno de los mozos
me mira, como apurándome. Me doy cuenta de que falta media hora para el cierre
oficial del café. Por su cara, noto que es nuevo, un atorrante que no respeta
la tradición del café. No le quito la mirada y él se pone a hacer otras cosas,
como acomodar las sillas. La hora es la hora, y es cierto.
Encuentro lo que había escrito del sueño
que me remontó a mis años noventeros. Y vuelvo a escribir en el diario lo que
siento en estos momentos de aquel sueño, en la manera en que el destino se
convierte en lo que es, en experiencia.
domingo, abril 19, 2015
276
Un sábado normal en la librería. Tenía
planeado traer algo de música para colocar en el CD Player, pero olvidé los
discos en casa. Normal, no me hago problemas, me las arreglo con lo que tenga,
con algo de Spotify me basta por el momento. Y no puedo evitar la desazón
porque este sábado quería escuchar, en una suerte de maratón, todo The Kinks.
A la hora del almuerzo disfruto del lomo
saltado de mi mamá. Me lo vuelvo a repetir, no sé por qué no soy un gordo feliz.
No lo digo por tratarse de mi madre, lo que digo bien lo pueden reforzar no
pocas personas.
Disfruto del lomo saltado y termino la
tercera lectura que hago de Susan Sontag.
La entrevista completa de Rolling Stone de Jonathan Cott. Cada relectura ha
cimentado mi apego por esta escritora/ensayista con la que tengo una suerte de
enajenación intelectual. No es por nada, pero la Sontag fue una presencia muy
importante durante buen tiempo, o mejor dicho, un muy buen tiempo. Esta relectura
se justifica en que debo refrescar impresiones en pos de la reseña que haré
para una revista de la que no sé si seguirá, pero igual, cumplo con reseñar
este libro que me ha permitido ingresar a la mente laberíntica de Sontag.
Termino el lomo saltado, cierro el
libro. Acomodo una silla en dirección al televisor de la tienda frente a la mía,
porque en ese televisor veré el partido de Alianza con la San Martín.
No sé quién ganará, pero le tengo fe a
mi equipo y ruego para que no vuelva a salir a flote la cultura de la pichanga,
que es el lastre blanquiazul, esa confianza en demasía de nuestros jugadores
que se hace patente en los encuentros cruciales.
Me desatiendo del partido porque llega Sixto,
el detective salvaje. Sixto es un gran lector de cuentos. Solo lee cuentos. No
le interesa escribir, solo leer, porque “hay mucho por leer”, dice. Sixto me
pregunta por algunos cuentarios y nos ponemos a hablar de los nuevos narradores
peruanos que escriben cuentos.
“¿Para ti quién es el que mejor en
cuento?”, le pregunto.
Sixto es enfático. Pienso su respuesta,
no lo pienso mucho porque Sixto tiene razón.
“Eso ni se pregunta. Ulises Gutiérrez.
Algún día será grande.”
sábado, abril 18, 2015
furia de titanes
Quien esto escribe no considera el box
ni como una muestra de barbarie, ni como un deporte. Es más bien la vida misma,
la puesta en escena de la fuerza y el ánimo enfrentados, la metáfora de la
supervivencia.
Del estupendo Norman Mailer había leído
lo que tenía que leer y lo admiraba por eso, me bastaba y sobraba con lo leído
para considerarlo uno de los grandes narradores del siglo XX. Claro, podría
sonar exagerada la impresión, con mayor razón cuando hablamos de un narrador
capaz de generar las alabanzas más justificadas, como odios igual de
justificados. Mailer no era pues un artista políticamente correcto. Malhablado,
chismoso y matón, pero peligrosamente inteligente, por no decir genial. Su
fuerza literaria descansaba en la furia de su entusiasmo creativo. Gracias a
esa furia nos hacía olvidar sus yerros estructurales, presentes en
absolutamente todos sus libros, y también gracias a esa furia es que podía
sortear y elevar paulatinamente, como un carreteo de avión, la ligereza
estilística en las primeras páginas de sus títulos.
De su obra, solo me faltaba leer El combate, que lo venía buscando desde
hace más de quince años. Este libro se me pintaba de mítico y legendario. Por
más que intenté encontrarlo, no entiendo por qué se me hacía difícil la
empresa. Felizmente, ahora tenemos un rescate editorial que celebro, rescate
editorial que no debe ser visto como una joyita del deporte, menos como una
cima de la literatura de no ficción, sino como alta literatura en todo el
sentido de la palabra.
Leer El
combate no solo es adentrarnos en los perfiles de un par de deportistas que
cimentan la tradición del boxeo, como George Foreman y Cassius Clay o Muhammad
Alí. Si la intención del autor hubiera sido brindar sendos perfiles, aunque más
avocado en Alí, por tratarse de un icono que atravesaba la referencialidad
deportiva, no tendríamos el libro que tenemos. El combate es el testimonio de una época, un libro total: la
radiografía de la pasión de los seguidores del box, la premonición de los
senderos de la política y la economía de inicios de los setenta, que
repercutirían en el mundo años después, la lectura de una actitud, la de Alí,
al que sumaríamos una suerte de discurso mesiánico que le seducía. Alí no solo
se conformaba con ser el mejor boxeador, quería ser el mejor deportista de la
historia. Para ello tenía que vencer a la bestia negra Foreman, caballero y
maldito del ring. Mas su victoria debía quedar libre de la mentira de los
puntos, porque solo de esa manera Alí tendría la legitimidad que anhelaba para
sí. En más de un pasaje Mailer nos habla de la legitimidad del deportista, como
si cada acto que llevara a cabo debiera exhibirla, solo en la veracidad de sus
acciones llegaría a la incuestionabilidad de las mismas.
No se trataba de una pelea más, esta se
llevó a cabo en Zaire (hoy Congo) en el Estadio 20 de Mayo, el 30 de octubre de
1974. Así es: en 1974. O sea, en plena dictadura del egocéntrico Mobutu. Las
resonancias literarias que genera el espacio no pueden ser tomadas a menos. Recordemos
que Joseph Conrad ambientó El corazón de
las tinieblas en el río Congo. Si sumamos todos estos factores, entendemos
el compromiso de Mailer, que no solo se disponía a escribir del enfrentamiento
de dos de los más grandes deportistas de la historia del box, sino también del
contexto en el que se dio esta pelea, de la expectativa mundial que suscitaba,
en un escenario por demás exótico y violento. Cuando Mailer consigna las declaraciones
de Foreman y Alí, el lector hace suyo sus temores, dichas, fortalezas y
debilidades. Mailer nos conecta y en esa conexión no es necesario ser un
conocedor del box, solo basta con ser un genuino amante de la alta narrativa.
…
Publicado en Buensalvaje 15
275
No son días en los que me sienta bien
anímicamente. Me siento en el suelo, destrozado, pero con una esperanza, al
menos es lo que prefiero creer.
Para ello, hay que cuidarse. Si estás
con la depre, se debe luchar para llegar a un estado de equilibrio, solo eso,
llegas al estado de equilibrio y lo demás sucede por ritmo natural.
Me sirvo un poco de café y pienso en si
es factible que salga por una salchipapa a estas horas de la noche. Desde hace
tiempo que barajo la idea de ir a Mirones, en donde un restaurante prepara la
mejor salchipapa que he probado en mi vida, la misma que le gana por puntos a
las salchipapas del bar Munich. Pero esta idea no prospera, puesto que tengo un
poco de sueño y no creo que jale hasta Mirones. Quizá en los próximos días,
aunque ese “quizá” pueda que se desmorone por los golpes del desgano.
Cerca de las once de la noche, me
conecto al Face para confirmar a los dos próximos escritores invitados a
Encuentros en El Virrey de Lima. Ambos me dicen que estarán y eso me deja
tranquilo. Empero, cometo el error de quedarme más del tiempo pensado en el
Face, porque me veo en la obligación de contestar algunos mensajes que no
pensaba contestar, ese “visto” en cada mensaje me obliga a no quedar como un
patán y empiezo a odiar lo que suponía odiar desde la creación del Face, ese “visto”
que me aturde y que me compromete a responder cuando lo no quiero hacer es
precisamente responder.
Después de un cuarto de hora, cuando
pienso que ahora sí iré a la cama, me escribe el buen Juan Diego, que me pregunta
si me gusta la lucha libre de la WWE. Le digo que sí, que de niño y adolescente
era muy fanático de ellas. Veía esas luchas religiosamente con mis hermanos.
Aunque Juan Diego haya empezado con una generación de luchadores que privilegia
la acrobacia y el riesgo, le explico y detallo sobre los luchadores que
cimentaron la tradición de la lucha de entretenimiento. Le hablo de luchadores
que él considera leyendas lejanas, de oídas, que no los ha visto y a quienes no
quiere buscar en Youtube porque lo suyo es el efectismo de la acrobacia. El
pata no entiende, le hablo del nacimiento de la tradición de la lucha de
entretenimiento, de esas batallas épicas, que lo fueron, así hayan sido tan
falsas como las de ahora.
viernes, abril 17, 2015
274
Felizmente, esta semana se acaba.
He tenido semanas muy agitadas, pero los
días de esta han sido de adrenalina, como si hubiese estado en un viaje
psicodélico.
Se deduce, pues, que he estado durmiendo
muy poco. Por lo general, duermo poco, pero ahora mi poca predisposición para
el sueño quedó a la nada, al punto que en una madrugada pegué los ojos por media
hora.
Pero bueno, la culpa no ha sido de los
trabajos que me llegan, sino de mi mala costumbre de juntar las cosas para el
final. Mala costumbre que no sé si voy a erradicar, quizá a mi apego por sentir
las velocidad de mis dedos en la laptop, ahora, con mayor razón, que la he
estado desvirgando en estos días.
Ayer en la tarde terminé el último texto
que me faltaba.
Caminé pues despejado por el Jirón de la
Unión, fumando un pucho. Siempre hago una ligera caminata por este espacio de
la ciudad, siempre que salgo de los embates de la escritura endemoniada. Lo que
me gusta es que te encuentras con una variopinta gama de personajes, como si
estos suelos tuvieran el poder de convocarlos, tal y como ocurre con la chica
de veintipocos que se porta como una niña malcriada con su mamá que le dice que
no le comprará el short rosado que la adolescente de veintipocos ve en la
vitrina de una tienda de ropa.
Me compadezco de la señora y pienso que
habría que hacer algo con esta juventud embrutecida de frivolidad.
Pero detengo mis pasos, siento el golpe
de la parálisis de sueño. Mis pies caminan sin hacer caso de los mandatos de mi
cabeza. Hace años que no sentía la parálisis de sueño, no con la fuerza de
ayer. Cuando sentí por primera vez esta parálisis, tuve mucho miedo, pero ahora
no, sé cómo aliviar el desbalance de descanso que hay en mi cuerpo. Tomo asiento en una banca de
Emancipación. Segundos antes de hacerlo compré una botella de agua mineral sin
gas. Empiezo a beber y mirar a la gente que espera el Metropolinato. Esa es la
cura, ver pasar la vida.
jueves, abril 16, 2015
273
Salgo relativamente tarde de Selecta, en
el trayecto al Don Lucho me cruzo con “Hombre sabio”. Le pregunto cómo le ha
ido en el día, prendo un cigarro y sigo mi camino hacia no sé dónde. No quiero
caminar mucho, no quiero confiarme de esta súbita desaparición del dolor en la
espalda, porque algo tengo en la espalda, un músculo inflamado que se inflama
cuando quiere. Además, me siento medio somnoliento. No he dormido bien.
No llevaba muchas horas de estar
durmiendo en la madrugada, cuando recibo la llamada de una lectora del blog,
que lee este blog desde muy lejos, que me pregunta a qué me refería en uno de
mis posts anteriores, porque ella está segura de que mando mensajes cifrados en
cada uno de los posts, lo cual puede ser cierto, como también lo contrario. Sin
embargo, lo mismo me pasa en la tarde, cuando viene un integrante de los Zepita
Boys, que también me hace la misma pregunta: si mis posts contienen mensajes
cifrados, si solo deben leerlos personas que conozcan la evolución de esta obra
en proceso.
Entro al Don Lucho, noto algarabía, y me
pregunto a qué se debe esa algarabía. El bar no está lleno, pero tampoco vacío.
Veo a patas exultantes y a mujeres de frentes sudorosas. Un editor
independiente con el que me encuentro al paso, me dice que toda esta gente ha
estado en la marcha a favor del Proyecto Río Verde. Ahora entiendo la razón de
los ánimos exaltados del bar, de la necesidad de desfogue de los patas y flacas
congregados. No lo pensé mucho, me llamaban desde dos mesas y solo hice una
seña de volver en un rato, pero no volví, más bien seguí mi camino hacia la
Plaza San Martín, que me gusta caminarla y verla de noche, caminando solo, sin
que suene el celular, deteniéndome en los islotes humanos que se forman y en donde
hablan de la gran conspiración para salvar este país. En realidad, desde que
tengo uso de razón se conversa en esos islotes de la gran conspiración que
salvará a este país.
Cruzo la plaza e ingreso a la cafetería
en la que venden quizá el mejor turrón de la ciudad.
No, no pido turrón, sino un café.
Mientras espero a que me sirvan el café,
me pongo a responder algunos mensajes de texto, algunos son de hace varias
semanas, pero me detengo en uno, en el que se me pregunta si mis posts
contienen mensajes ocultos, como si fueran escritos para ciertas personas.
Iba a responder, pero el café llegó
justo a tiempo.
miércoles, abril 15, 2015
272
Recién hoy martes en la tarde me entero
del precio de las entradas para el partido de vuelta de las semifinales de la
Copa Inca.
Los barristas blanquiazules tendrán que
pagar ochenta mangos si quieren ir a la tribuna sur del Miguel Grau del Callao.
Los barristas, la gran mayoría gente de barrio y eternos adolescentes de base
cuatro, se quejan con justa razón. Hay razones para protestar contra lo que es
un atropello, pero tampoco es para tanto.
Prefiero que Alianza pase a la final con
el estadio en contra, o en todo caso vacío. Así es más épica la cosa, así se
podrá hablar con autoridad en el futuro.
Por ejemplo, recuerdo la final del campeonato
del 2001, el año del centenario. Alianza campeonó en Cusco con todo el estadio
en contra, también el clima le jugó mal al equipo de Herráez.
Ocurre que yo creo y respeto la
tradición, en todos los ámbitos. De paso, soy un convencido de la trayectoria.
Alianza la tiene y no entiendo el por qué de estas campañas de sus barristas.
Si un barrista puede ir, que vaya y aliente. Si no, que aliente desde fuera del
estadio.
Alianza, en los momentos más crudos, ha
sabido sacar esas cosas que llamamos sangre y corazón. Lo que mejor sabe es
jugar en contra, y no lo digo yo, lo dice la historia, muchacho.
¿Por qué preocuparnos por la jugarreta
de la San Martín?
Este equipo, del que alguna vez escribí
un pequeño libro de su historia institucional, hace pues cuatro o cinco años
atrás, no tiene historia porque los cagones no hacen historia, así de simple.
¿Qué le puedo decir a un potencial
hincha de la San Martín sobre la génesis de su equipo? ¿Acaso que compró la categoría?
¿Que ganó su derecho de estar en primera porque le compró la categoría a un
equipo que había ascendido? ¿De qué épica le puedo hablar? ¿De qué historia
cuando no tiene historia?
martes, abril 14, 2015
lunes, abril 13, 2015
271
No hay mucho que pensar. Me quedaré el
domingo en casa. Debo presentar para mañana lunes diez páginas sobre la
influencia del surrealismo en la poesía latinoamericana. Confieso que no me
gusta mucho el asunto, pero lo manejo, además, hay que abrigar todas las vías
necesarias, las labores alimenticias se vuelven impostergables, así tengas que
sacrificar el descanso y el hueveo al que me dedico todos los domingos.
He mandado a resetear mi laptop y me
cuesta no tener la música que escuchaba vía Spotify o en Accuradio. Desde hace
tiempo no escucho música por Youtube, solo me limito a ver los goles de la
jornada, recorrer todos los diarios deportivos y buscar páginas de crítica de
cine. Claro, podría solucionar el asunto de la música descargando los
programas, pero la flojera, la flojera por hacer las pequeñas cosas se imponen.
La laptop se ha vuelto un aparato
virgen. Me siento una especie de desvirgador virtual de una máquina de la que
sabía cada uno de sus secretos, a la que leía de antemano, porque sabía a lo
que iba antes de preguntarme por qué parpadeaba, por qué aparecía la señal de
alerta del antivirus. He llegado a ser uno con esta máquina. Pero ahora no la
reconozco y en ese proceso, como volver a pensar, o recordar y descubrir sus
nuevos secretos, porque los de antes, los que conocía y eran míos, han
desaparecido.
domingo, abril 12, 2015
sábado, abril 11, 2015
270
Ayer llegué a casa un poco tarde.
Me quedé bebiendo un poco con José Luis
y José Carlos luego de terminar la segunda sesión de Encuentros en El Virrey de
Lima. Para esta segunda sesión invité a Victoria Guerrero.
Estuvo muy buena la sesión. Guerrero es
una poeta de armas tomar.
Más bien, he estado pensando en la
posibilidad de escribir artículos sobre mis impresiones que me depara cada
sesión. Realmente, preguntar y opinar, ver a los ojos a mis invitados, me hace
repensar en sus obras, en los secretos de sus procesos, en sus demonios, en esa
mierdita que los lleva a escribir.
Pensaré lo de los artículos, debo pues
encontrarles una estrategia, un sentido, sin caer en la repetición de tópicos.
Al regresar a casa, bajé por Camaná. Era
cerca de la medianoche. No era una viernes/sábado violento, más bien uno de
alegría contenida. Las calles alumbradas por una natural luz naranja que las
gaseaba. Fumaba por fumar y me zambullía en mis pensamientos y sentimientos, en
ese dolor que siento porque en estos días he estado recordando a mi abuelita.
Bien nos dijo mi papá, que en los primeros meses íbamos a tener la idea de que
mi abuelita estaba de viaje, que el dolor era muy parecido a cuando extrañas a
alguien que está de viaje, pero desde hace algunas semanas he asimilado la
certeza de que mi abuelita no está de viaje.
Llego al cruce de Quilca y Camaná. El
Queirolo está lleno, paso de frente, aunque logro ver a Karina y Victoria en
una mesa ubicada cerca de la puerta. Por un momento pienso entrar y saludarlas
otra vez. Pero en mi mente bulle la fuerza del vino. Además, quiero llegar a
casa y dormir de una buena vez.
Camino sin dirección, aunque sé por dónde
pisar. Hago el trayecto más largo.
Decido tomar el taxi en Bolognesi.
Durante un tiempo, cuando tenía
veintitantos, hacia la ruta nocturna libresca: de Quilca me iba a Bolgnesi, en
donde encontraba a “Bigotes”, que junto a otros patas, se ubicaba con su costal
de libros a golpe de diez de la noche. Nunca le compré la cantidad de libros
que a él le hubiese gustado, pero creo que se sentía bien de que le hablara y escuchara.
Algunas veces, cuando la noche anunciaba el fin de la jornada laboral, íbamos a
un chifa cercano a dar cuenta de un arroz chaufa con su sopita wantán.
Ahora los vendedores ambulantes de
libros han desaparecido de Bolognesi. Es pues el tiempo de los vendedores de
ropa y fierros.
Me animo por un arroz chaufa y su sopita
wantán. Algo para pasar el rato y asentar mi cabeza.
Como despacio, mientras veo en el
televisor del chifa los mejores goles de los clásicos de Calcio.
viernes, abril 10, 2015
269
Son las nueve de la noche y sigo en el
centro. Analizo las cosas que tengo que hacer en los próximos días, que serán
muy adrenalínicos. Debo ordenar mi horario y finiquitar el trato con el editor
interesado en publicar mi libro. Este texto lo vengo avanzando a buen ritmo, y
en cualquier lugar, no importa en dónde me encuentre, sigo escribiendo ese
libro, en esta laptop que me viene acompañando como una fiel compañera.
Hace una hora debí cerrar la librería,
pero quiero seguir un buen rato más en ella, al menos eso es lo que siento en
estos momentos, en otras ocasiones fácil no hubiese demorado nada en cerrar la
librería. No hay gente a la vista que me interrumpa, cosa que me alegra mucho
porque me permite seguir ensimismado en lo que tengo en mi cabeza, como también
disfrutar del susurro de la noche.
Eso, disfrutar de los momentos.
Acabar la lectura del librito de
entrevista a John Coltrane, toda una belleza y joyita para los seguidores del jazz.
Apunta: My Favorite Things.
Sé que a eso de las diez de la noche me
dará hambre y pienso en quebrar mi ley de no comer fuera de casa. Se me antoja
un taco, el que se prepara en un puesto rodante de Salaverry, al que no voy en
casi dos años, algo que no entiendo porque siempre he sido fanático de ese
puesto rodante, que si no fuera por sus colas de comensales, sería no menos que
perfecto.
Me alisto a las diez y tomo un taxi a
Salaverry.
No hay mucha gente, solo una pareja
delante de mí. Se les ve felices, pero la felicidad se les acaba cuando el pata
le dice a su flaca que se ha olvidado su billetera, o sea, ella tiene que
pagar. Los ojos de la flaca, de felices pasaron a la desazón.
Se van y hago mi pedido, mi pedido
descomunal.
Hay que decidir, o me quedo en el
pequeño parque a terminar mi taco, o me voy caminando, acabando mi taco por
Cuba.
Entre Salaverry por Cuba me detengo
frente al grifo, que sigue allí, que resiste. Ese grifo se resiste a
desaparecer, es parte de mi vida, es lo único que no ha desaparecido de Cuba.
Últimamente recuerdo mucho los lugares a los que iba de niño. Durante un tiempo, en mi adolescencia, iba a jugar Basket a un colegio, generalmente los sábados. Ahora ese colegio es un hostal de puerta oculta que garantiza la comodidad de los amantes. Lo mismo ocurre con un garaje en donde una señora arequipeña vendía los mejores quesos helados, más ricos que los que he probado en Arequipa. Ahora ese localcito es un karaoke.
Últimamente recuerdo mucho los lugares a los que iba de niño. Durante un tiempo, en mi adolescencia, iba a jugar Basket a un colegio, generalmente los sábados. Ahora ese colegio es un hostal de puerta oculta que garantiza la comodidad de los amantes. Lo mismo ocurre con un garaje en donde una señora arequipeña vendía los mejores quesos helados, más ricos que los que he probado en Arequipa. Ahora ese localcito es un karaoke.
jueves, abril 09, 2015
268
Tengo un ligero dolor en la espalda,
debido al esfuerzo físico que he estado haciendo últimamente. Pero no es nada
del otro mundo, de cuando en cuando es bueno darle a los fierros, que no es la
causa del dolor, sino el hecho de la ansiedad que le pongo a ciertas prácticas.
Con ese dolor me dispongo a encontrarme
con Yesenia en la Católica. Subo a un taxi. Una vez acomodado, saco de mi
mochila la novela La nieve estaba sucia de
George Simenon.
Avanzamos como avanzamos en una natural
mañana de supuesto otoño, de manera lenta y con la atmósfera cargada. Me sumergí
en las páginas de la novela del belga.
El trayecto es más o menos largo, me
desentendí pues de la realidad. Por lo general, suelo fumar y ver las calles,
algunas que no he recorrido nunca, pero las miro para saber de sus cambios,
transformaciones.
Cuando el taxi llegaba a Salaverry, tuve
ganas de fumar. Lo que siempre hago en estos casos es pedir permiso, siempre,
es pues una buena costumbre, no soy un fumador que impone su preferencia.
Sin embargo, no pude hacer la pregunta.
Había que desahuevar al taxista.
Llamarle la atención.
No, el gilazo no estaba conduciendo mal.
Estaba haciendo algo peor: desarrollaba un crucigrama mientras manejaba.
El crucigrama del Trome sobre el timón,
con una mano conducía, la izquierda, y con los dedos de la derecha completaba
los casilleros del nombre de una bataclana, de una torta helada, ¿por?, porque
es pura gelatina, hijo.
“Oye, huevas, ¿por qué chucha haces eso?
Para tu caña de una vez”.
El gilazo, un moreno de cabello laciado,
me miró con la intención de responderme. En mi caso, estaba preparado para lo que
sería un altercado. Además, en mi sangre había violencia.
Qué tal concha. Nadie tiene comprada la
vida. Si te toca y te vas, te toca y te vas. Pero no esa manera, no bajo la
irresponsabilidad ataviada de estupidez.
El taxi se estacionó.
El moreno de cabello laciado tenía la
mirada puesta en sus manos que sostenían el timón.
Brotaba cólera de sus cachetes.
Pero a los cinco segundos se calmó, sus
mofletes adquirieron el volumen natural.
Pidió disculpas y siguió la carrera.
miércoles, abril 08, 2015
267
He leído tarde, muy tarde, la entrevista
que me hizo Gianfranco Hereña para la web El buen librero.
Me pongo a pensar en mis respuestas y, a
diferencia de antes, debo reconocer que la lucidez para ciertos conceptos me
viene cuando estoy alterado, o empinchado, rabioso, con todo aquello que me
jode.
Bien hay personas que deben su
inteligencia a su entusiasmo. Para otras, la inteligencia les viene por cuenta
del fastidio, que no debe ser tomado como un resentimiento, sino como esa
incomodidad que te diferencia, que te guarda y aleja del, o supuesto, error
colectivo.
Después de leer la entrevista siento una
revolución en el estómago, que me pide combustible. Pero no hay mucho de qué
comer en la refrigeradora. Por ello, me pongo una gorrita y salgo a recorrer de
madrugada las calles de mi barrio.
Si camino hasta Arriola, pienso, bien
puedo ir a El paraíso, restaurante que funciona las 24 horas del día, en donde
sirven una gran variedad de platillos, pero necesito algo ligero, una ensalada,
un jugo, más una taza de café.
Es casi la una de la madrugada y entro a
El paraíso, en donde, a ojo de buen cubero, ubico a doce tipos que disfrutan de
tazones de caldo de gallina y arroces chaufas. Le pregunto a una de las meseras
si tienen ensalada, jugo de la fruta que sea, y me dice que no. Menos café.
Respiro hondo y me paro en la puerta del
restaurante y me dedico a mirar la avenida, vacía, a la espera de algún
altercado, porque siempre esta avenida ha sido una de altercados.
Cuando era más joven y viniera de dónde
viniera, al menos dos veces por semana, era testigo de altercados en Arriola,
como aquella vez en que dos policías en moto detuvieron, previo disparo en las
llantas, una camioneta 4 X 4 segundos antes de que esta se estrellara contra la
puerta de un edificio. Los policías cerraron el avance de la camioneta y
detuvieron al chofer, que no estaba ebrio, pero sí decidido a estrellar su
camioneta en la puerta del edificio en donde vivía su ex mujer con su nueva
familia.
El rostro del chofer era el de un
irrefrenable enajenado, el de un hombre que sufría de amor y que se resistía a
aceptar que su ex mujer llevara una vida con otra persona. Lo esposaron y
tiraron al suelo.
Ahora veo ese edificio, convertido en lo
que se convierten la mayoría de edificios de Arriola: en hostales de coloridos
nombres.
Siempre ocurren cosas en Arriola,
siempre hay situaciones que te permiten especular, como esa pareja que al
parecer discute, una pareja que se viene escondiendo de algo. Ni siquiera la
madrugada les permite caminar tranquilos. Ella alza los brazos, increpando,
pero a cada cinco movimientos mira hacia atrás, cerciorándose de que nadie los
esté siguiendo. Discuten en la puerta de entrada del hostal. Al cabo de un rato
él la coge del brazo y a la fuerza la hace entrar.
Al terminar mi cigarrillo, decido
quedarme un rato más mirando ese edificio, porque sé que esa pareja abandonará
ese hostal. Estoy casi seguro de que abandonarán ese espacio de desfogue
hormonal. Solo debo esperar, pero no esperaré más de diez minutos, el sueño de
a pocos se posesiona de mí. Al cruzar la avenida, veo que la flaca
sale corriendo del hostal, en dirección a mí. A medida que se acerca me percato
de que no se dirige hacia mí, sino al auto blanco que está ubicado en una
esquina, en el mismo cruce de Tres de Febrero con Arriola. Me pongo de costado
para que ella continúe su huida. Ella ingresa al auto blanco y abandona el
lugar.
Segundos después el pata sale del
hostal. El pata tiene algo en la mano, pero en principio no sé qué cosa es,
solo sé que no está en sus cabales. También me pongo de costado para no
interrumpir su paso.
La luna, el brillo lunar metaliza el
ambiente. Siempre me ha gustado el brillo lunar, siempre y cuando sepas
apreciar su brillo, el mismo que puede ofrecerte un paisaje signado por el
asombro.
Lo que tenía el pata en mano era un
metal con el que pensaba patentizar su odio, su cólera hacia esa mujer que fugó
en el auto, seguramente con otro. Me quedé mirando al tipo con la navaja en la
mano. Estuve a punto de decirle algo, pero poco o nada podía sacar de esa
situación.
Tiré al suelo mi cigarro. Lo pisé y me
fui a casa.