viernes, septiembre 29, 2017
para verla
En las madrugadas sigo ordenando mis
películas, que agrupo en cajas para ponerlas en el almacén y así aprovechar el
espacio para los nuevos estantes que llegarán a casa en los próximos días. Son
muchas columnas de libros, las cuales me obligan a moverme con cuidado; pues
bien, en medio de tarea de ordenamiento de películas, encontré una no he visto
las veces que me hubiese gustado, a la que sin problema alguno le pondría el
rótulo de Obra maestra.
Resulta curioso que no aparezca en las
listas de las mejores películas del Siglo XXI, listas que hasta hace no mucho
venían generando entusiasmo en la platea cinéfila. No creo que esta apreciación
se deba a un mero capricho impresionista, porque Synecdoche, New York (2009), primera película de Charlie Kaufman,
tiene más que suficientes méritos cinematográficos para ser considerada un
trabajo mayor del presente siglo. Al respecto, haciendo un banal ejercicio
especulativo, pueda que haya sido víctima de un involuntario olvido entre los
entendidos que confeccionaron estas listas. A ello sumemos la complejidad
conceptual de SNY, que la desfavorece
para el gusto mayoritario, mas decir esto no es más que una forzada esperanza
de buena voluntad, con mayor cuando vemos en las selecciones títulos menores
como Moonlight, Munich y Virgen a los 40.
Si hablamos de Kaufman, nos referimos a
un nombre clave en la escritura de guiones, pensemos en películas como Being John Malkovich, Adaptation y Eternal sunshine of the stopless mind, que el conocedor ha sabido
apreciar. Nos pueden gustar o no, pero nadie negará que los guiones de Kaufman
están pautados por una sensibilidad que, sin subestimar al espectador común,
cuida su coherencia interna, que transita entre lo cartesiano y lo onírico, que
viaja de lo estético a lo grotesco, que vemos en toda su amplitud en Synecdoche…
Caden Cotard (una de las mejores
actuaciones de Philip Seymour Hoffman), un director de teatro cuya vida
familiar es un desastre y preso de un ensimismamiento que acaba alejando a las
personas que lo aprecian. Cuando las desgracias emocionales no pueden ser
menos, Caden recibe la beca MacArthur, acontecimiento que le permite financiar
una obra teatral en la que intentará plasmar todo su talento. Sin embargo,
Caden descubre que está enfermo (anunciado en las primeras escenas), su
organismo comienza a deteriorarse. Aquí, la narrativa lineal, el mandato de la
lógica, que de imponerse no estaríamos hablando de una película de Kaufman.
Kaufman huye de la realidad sin alejarse de ella, partiendo de la atribulación
natural de Caden y apoyado de un selecto elenco de mujeres (Emily Watson,
Jennifer Jason Leigh, Catherine Keener, Samantha Morton, Hope Davis, Diane
Wiest y Michelle Williams), cada cual haciéndolo más infeliz, aun cuando este
pone en escena lo imposible: reflejar el día a día de New York dentro de un
hangar en el barrio teatral de la ciudad. Para Kaufman, el propósito de su
película, su logística interna, obedece exclusivamente a Caden, en quien
proyecta sus señaladas dimensiones (cartesiano/onírico y estético/grotesco),
por medio de un ritmo ralentizado que nos lleva de la indignación a la
tristeza, sin pasar por alto el humor negro, tan presente en los guiones de
Kaufman y ahora en su ópera prima. De esta manera, el director interpela. El
ocasional espectador asiste a un metadiscurso del histrionismo, es decir, las
mujeres que rodean a Caden son todas las mujeres, y Caden todos los hombres.
Ganas de spoilear no faltan. Solo
recomiendo que la vuelvas a ver si ya conoces esta película, si en caso no,
avisado estás.
jueves, septiembre 28, 2017
fallida
Se ha dicho no pocas veces que la
realidad peruana es dueña de una cantera de historias que tendrían que ser
aprovechadas por nuestros narradores. Por esa sola razón, sorprende que estas
historias no despierten el entusiasmo de aquellos que deberían ir a su caza. De
haber sido así, la novela negra y la novela policial hubieran despegado y de
esta manera tendríamos una tradición de novelas de género. En este sentido, si
alguna utilidad diéramos a las novelas de género más allá de su propia
naturaleza, estas serían las metáforas íntimas de la degradación moral y ética
de este país.
No sé cuánto tiempo tenga que pasar para
que haya escritores que aborden esta privilegiada realidad y la transfiguren en
ficción, al respecto hemos tenido intentos, algunos logrados y muchos otros no.
Al respecto, una pluma de la talla de Julio Ramón Ribeyro esperaba que géneros
como el policial se desarrollen entre nosotros y no es gratuito este anhelo,
manifestado, siempre, por lectores de cuna, que fortalecieron su gusto por la
lectura en la adolescencia mediante las novelas de aventuras.
Por eso, para los que apreciamos las
novelas policiales y negras, tan generosas en plasticidad para el discurso
ficcional, nos alegra que se abra una puerta como la colección Roja & Negra
de Random Perú. Esperemos que vengan más novelas en clave criminal y estoy
seguro de que más temprano que tarde tendremos (muy) buenos aportes. Digo, sí,
más adelante, porque la novela con la que se inaugura esta colección está muy
lejos de lograr su cometido, me refiero a No
tengo nada que ver con eso del destacado académico Juan Carlos Ubilluz.
La novela se enfoca en un sonado caso de
matricidio que años atrás concitó la atención de los medios peruanos.
Tratándose de una historia ya instalada en el imaginario social, importaba el
tratamiento que el autor le diera, brindándonos otra mirada/lectura de la misma. Ubilluz no solo incurre en el lugar
común temático, sino que apela a un discurso explicativo, alejado de la
sugerencia, es decir, del fin estético. La novela no solo no transmite, sino también
hace gala de un desarrollo por demás soporífero.
En otro orden de cosas, y destacando lo
positivo que hallamos en estas páginas, señalemos sus seis capítulos iniciales,
que cumplen la función de presentarnos la historia y los personajes. Capítulos
narrados con solvencia y vértigo, que nos anunciaban un curso atractivo,
pero como se colige de lo ya dicho, esto no llega a ocurrir, porque la novela también peca de reiterativa, como si no le interesara avanzar como historia, a ello consignemos la flojísima disección moral de sus personajes, como la Hija y el Padre.
Ubilluz debió arriesgar más y abrigar sin miedo la plasticidad (libertad)
discursiva que demandaba tremendo argumento. Claro, en estas instancias tras la
lectura, el lector decepcionado funge de Ray Donovan. Una posible solución
mentirosa para ella pudo ser encapsular la historia: el lugar común pero sin
repeticiones. Otra, la solución real: reescribir la novela bajo el nervio
especulativo.
miércoles, septiembre 27, 2017
memoria al rescate
Termina la película, prendo mi celular.
Es poco más de la una de la madrugada. Me dirijo a una máquina de café,
imposible encontrar algún café cuando todos los locales de la Rambla de San
Borja están cerrados. Camino por el sendero señalizado por carteles amarillos.
Pero mis esperanzas se refuerzan al ver una máquina, aligero el paso, pero esta
no es de café, sino de galletas y gaseosas. No soy el único a la búsqueda de la
droga líquida, un par de chicas también se acercan y no demoran en manifestar su descontento. Asumo que el café
es también lo mismo para ellas que para mí, en especial cuando has pasado cerca
de dos horas viendo una película que no te ha gustado solo por impresión, sino
por mala.
Así es, me refiero a La hora final, de Eduardo Mendoza de
Echave.
El argumento ya es harto conocido: la
historia del Grupo Especial de Inteligencia (GEIN), que capturó al líder terrorista
de Sendero Luminoso Abimael Guzmán. Con licencias que permite la ficción, el
director intenta brindar un acercamiento a las vicisitudes que pasaron los
integrantes de este grupo de inteligencia, sin embargo, así la ficción vaya en
ayuda del desarrollo de su proyecto, este falla en los dos factores que no debe
resentir una película: la verosimilitud y el desarrollo de la historia.
No soy quién para sugerir a los que
saben más de estas lides, pero hubiera preferido el uso de más espacios
cerrados, aprovechar la sensación de claustrofia de terror que se vivía a
inicios de los noventa; pero en lo que sí tuvo que haber un mayor trabajo fue
en el despliegue histriónico de los actores, que por más que hayan tenido que
seguir las pautas de un guion por demás laxo (dueño de un paupérrimo
conocimiento de causa, a saber, de los giros verbales), pudieron hacer algo más
para que nos podamos identificar con sus personajes.
A la fecha, LHF es una de las películas más comentadas, como también discutidas
en cuanto a su valor estético. No tengo duda alguna de que detrás de los saludos
y defensas de la película se ubica un sano afán de comunicación, un llamado a
un ejercicio de memoria sobre lo que significó la captura de Guzmán para la
historia peruana contemporánea. Y memoria, quién lo negaría, es lo que más
necesita la chibolada de las dos últimas generaciones. Se impone pues la fuerza
del tema, el discurso de la violencia política, que esta vez viene al rescate
de una película mediocre. Ya lo hizo en su momento con novelas, cuentarios,
poemarios, muestras visuales y puestas dramáticas que no resistirían la más
mínima prueba de rigor.
Sin ser una obra maestra, propongo otra
opción: La captura del siglo,
que cumple, en lo que puede, en verosimilitud y tratamiento. La pueden ver
aquí.
martes, septiembre 26, 2017
poesía
Mientras tomo un jugo de naranja, ordeno
algunos libros, en realidad algunos poemarios recibidos y comprados en estos
últimos días. Impone el orden, ahora que pareciera que los libros están a nada
de botarme de casa.
De paso, el orden me lleva a la
clasificación, práctica que demanda más tiempo del pensado. Llevo años sin
clasificar mis libros, las personas que han visto mi biblioteca, saben que esta
se distingue por el desorden. Mas esto importa poco, porque yo sé en dónde
están los títulos que me interesan, creo. Felizmente, aún no me veo en la
desesperación de buscar, creer saber dónde encontrar y no hallar nada en el
lugar que creíste que encontrarías el libro. Sé de amigos que la pasaron putas
al verse en esa desesperación.
Entonces, decido encarar el desorden, al
menos distribuir y clarear un poco el espacio, tener algo de movimiento, que me
doy cuenta que no tengo, especie de revelación, muy extraña, que tuve ni bien
revisaba los títulos de los poemarios apilados en la mesa del recibidor, como
los de la colección PBC Ediciones (block
d-001, la psicoputa, calavera no abduce, starfuckers, sueño del no
nacido y 26 maneras de decirte lo que
falta).
Así es. Hay que ordenar, no importa cómo
llegó la revelación. Pero vuelvo a mirar los títulos de PBC, e imposible no
pensar en la poesía joven peruana, la constituida por mujeres y hombres nacidos
a mediados de los 90.
Al respecto, hubo un tiempo, felizmente
fugaz, en que se puso de moda en nuestro circuito la valoración de la poesía a
cuenta de la edad del vate de ocasión. Es decir, mientras más joven eras, más
probabilidades tenías de ser tomado en cuenta. Sin duda, fue una “valoración”
que hizo (mucho) daño, porque muchos poetas aparecieron, como saltamontes en
noches moradas. Lugar adonde me dirigía, y eso que salgo muy poco a saraos, me
encontraba con jóvenes poetas con libro publicado (ojo, libro), llevando a los
extremos la pose del privilegio existencial, que jamás condené, porque ser
joven no es un privilegio, sino una oportunidad, pero estos jóvenes poetas
asumían mal su oportunidad, confundiendo cojudez escénica con ingenio, alud
verbal con talento, discurso contestatario con formación en lecturas, en fin,
toda una mazamorra del parecer.
Pero es justo decir que, desde hace un
par de años, la poesía peruana ha abandonado la turbulencia. Tengo, pues, esa
impresión con la poesía peruana que se viene escribiendo, sin importar la edad
y reconocimiento del poeta. Sea como fuere, es una situación que me alegra.
Pasamos muchos años en esa turbulencia, en la que cundía el mal gusto y la
falta de crítica entre los mismos poetas, aferrados a invitaciones a festivales
y congresos, a fallos de concursos. Ahora, el piloto automático no es garantía
de nada, salvo contadas excepciones, tenemos paquetes que escriben versos, no poesía. Hay pues que leer lo que en poesía peruana se está escribiendo y
publicando en los últimos dos años. No garantizo que encontraran calidad por
doquier, pero sí una situación distinta, al menos una práctica poética consciente
de su naturaleza. La poesía la encontramos leyendo los poemarios, no en los
recitales ni festivales.
sábado, septiembre 23, 2017
era mejor
Mañana de sábado.
Me encuentro en la BNP, se supone que
estaría en la Hemeroteca, pero cuando me disponía a ingresar, alguien me llamó.
Era la voz de un joven llamado Roberto.
Supongo que su edad fluctúa entre los 18 y 20 años. Me dijo que estudia
Literatura, pero no le pregunté en dónde, aunque, pensándolo bien, es una
información que me interesa muy poco.
Pienso en lo que me preguntó, pero
pienso también en el hecho que determinó que me llamara mientras cruzaba
lentamente el pasillo central de la BNP, en aquel acto que significó la demora
a mi destino: un espresso largo de máquina. De no haber pasado por esa máquina
de café, este joven lector no me hubiese visto.
Su pregunta hizo que pensara al vuelo, y
ahora que terminé mi primera sesión de investigación, considero que puedo
reforzar la respuesta que le di con respecto a la escritura literaria peruana: “¿hoy
escribimos mejor que antes?”
No hay mucho que discutir, al menos para
mí, se está escribiendo mejor que hace un par de décadas, salvo excepciones
como Bellatin y Prochazka. La pregunta del eventual amigo descansaba en lo que
venía escuchando y leyendo sobre el “buen momento de la narrativa peruana
actual”. Entonces, hasta cierto punto, mi respuesta se ajusta a la impresión
común. Sin embargo, habría que leer los adelantos de novela y cuentos
publicados en revistas las décadas del setenta y sesenta. Por ejemplo, pensemos
en los textos de ficción de Hueso Húmero. De lo leído, no es muy complicado
detectar un trabajo en la escritura de los narradores de entonces, pesadez en
la prosa y fluidez en la narración, características obvias de oficio, comunión
hoy ausente, que generan extraña sensación en el lector tardío, porque muchos
de esos textos quedaron en las páginas de la revista, es decir, no conocieron
su destino en formato de libro. Allí encontramos voces conocidas, otras
inubicables, que en comparación a lo que leemos hoy, someten a contradicción, o
en todo caso exigen reformulación del discurso, al “buen momento narrativo
actual”.
viernes, septiembre 22, 2017
cotidiana libertad
En la madrugada, antes de irme a dormir
luego de acabar con algunas notas sobre un libro de ensayos de Jonathan Lethem,
libro que he leído dos veces y que en la tercera lectura simplemente no quise
terminar, puse en la lectora Vivir su
vida de Godard. No sé cuántas veces la he visto, pero de lo que sí estoy
seguro es que no la dejaba correr desde hacía más de un año. Hubo un tiempo, en
esos años de aprendizaje salvaje y pautado por la impresión primeriza, que veía
de dos a tres películas diarias, pero con Godard desarrollé un tipo de
dependencia emocional, lo que no quiere decir que me gustaran todas sus
películas, solo cuatro o cinco, según recuerdo.
Por ello, el solo hecho de verla, de
volver a escenas como la de Anna Karina en la rockola, hizo que rebobinara situaciones, ahora casi borradas, de aquellas noches interminables en ciertos
bares del centro hoy extintos. En lo personal, nunca me gustó esa escena de la
rockola, pero las imitadoras de Karina sí asumían su rol, creyentes de la
epifanía godariana con derecho a copia, prerrogativa permitida, para algunas,
antes de los 25 años.
Al respecto, días atrás me encontré con una
de las imitadoras de Karina, iba caminando con su novio y me quedé algunos minutos
conversando con ellos. Entre la información compartida, me dijo que tenía cinco
meses de embarazo, cosa que me alegró. Sin embargo, y en verdad no sé por qué, mencioné esta película de Godard, entonces, ella, en menos de un segundo, zanjó su parecer, diciendo que su gusto por Godard había sido un error
de juventud. ¿Error de juventud? Quedé en silencio, pero a cuenta de que lo
dicho es una extensión de un discurso que vengo escuchando entre las flacas y
patas de mi generación. Pensé en lo que dijo, mientras le hablaba
cualquier huevada, y con sumas y restas, siento que no tengo “errores de
juventud”, y no porque me sienta orgulloso de lo hecho, sino porque no tengo la
costumbre de someterme a recuentos vitales, práctica por demás insustancial.
Ese encuentro al paso en Magdalena motivó que buscara en mi colección esta película de Godard, que dejé correr
mientras acababa lo de Lethem y que volví a ver, sin duda, sorprendido, por sus
escenas (incluso las que no me gustan), preso de su aparente sencillez formal y
su agria sensibilidad, detalle que, en la mayoría de los casos, definía la
esencia de las películas de la Nouvelle Vague. Precisamente, la agria
sensibilidad de esta película es lo que aún me genera conexión con ella, haciéndome partícipe del aliento de cotidiana libertad que sigue transmitiendo, libertad que
más de uno/una llevó a sus extremos y que, por circunstancias actuales, no quieren volver a recordar.
jueves, septiembre 21, 2017
berrinche y bajeza
En la mañana de ayer miércoles, mientras
realizaba unos papeleos en San Borja, ocurrió un espectáculo pestilente en el
medio literario peruano, protagonizado, para variar, por sus nuevos
protagonistas.
Lo he dicho más de una vez: el escritor
peruano actual se encuentra en campaña y está dispuesto a no quedar fuera de
esa galaxia del relevo que viene caracterizando a la narrativa peruana del
siglo XXI. No importa cómo, pero tienes que estar allí, y en pos de ello, todo
vale, incluso puedes meterte a esa galaxia por la puerta de servicio, pero lo
jodido es que ni esa entrada te garantiza reconocimiento literario, porque para
merecer tal galardón se necesita obra y obra coherente es lo que falta,
situación que ahueva a muchos, que creen que fama es sinónimo de
reconocimiento.
La narrativa peruana actual está
infestada de famosos sin reconocimiento. Por eso vemos a sus protagonistas
haciendo de las suyas en las redes sociales, como infatigables actuantes del parecer. Obvio, lo más fácil en el
sinuoso sendero artístico es parecer, su puesta en escena no requiere de mucho
esfuerzo, solo basta materializar una red de contactos y cerrar el hocico ante
aquello que atente contra tus intereses de fama, sin importar que esta sea
virtual, porque todos los caminos son válidos si se quiere alimentar el ego a
costa de la literatura.
Una de las ramas del parecer es la paulatina práctica del
escueleo, el escueleo del famoso escritor peruano. Es decir, el escueleo del
Don Nadie. En lo personal, aceptaría (y eso) el escueleo si detrás del profesor
de ocasión hubiera una obra reconocida, legitimada en el favor y la discusión
del lector. Pero no. No hay eso. Hay mucho autor ahuevado que por ser la
estrella de una editorial independiente o el fichaje de moda de un sello grande
se alucina con el derecho de subestimar a los lectores. Si de escueleos
hablamos, yo soy alumno de los libros de ensayos literarios de Miguel
Gutiérrez, Alonso Cueto, Sergio Pitol, Ricardo Piglia, Enrique Vila-Matas,
Mario Vargas Llosa... Lo demás es cachina.
Eso es lo que vi a destiempo en la
mañana de ayer: la práctica del escueleo que se transforma en bajeza.
Dos protagonistas: Chalina suicida y
Chiboliné du France.
La doble Ch.
Jack Martínez es buen escritor. Y en
base a esta consideración, te digo lo siguiente, querido Jack: no la cagues
más. Tu error es creer que siendo un chico bueno puedes ser bacán. Y no, ese no
es el camino, sino mira el actual estado de nuestro común amigo/conocido
“Mosquetero sucio”. Siendo como eres, un chico bueno, puedes llegar a escribir
y publicar los Libros que más de uno espera de ti.
Del escueleo de Martínez, pasamos al
escueleo de Chiboliné du France, es decir: el escueleo del escueleo.
Nuestro maestro de ceremonias de la
posería literaria quiso llamar la atención a partir de un estado de face de
Martínez. Sin embargo, esto fue insuficiente (no olvidemos que solo ChdF es
capaz de superar a ChdF), su ego exigía más, su crítica a Chalina resultó un
mero pretexto para el ataque, cumpliendo su intención: la ventilación de la
bajeza, el cobarde maltrato a terceros que nada tenían que ver en su falso llamado
de atención.
No es nada difícil entender esta actitud
recurrente de ChdF. Veamos: sus estrategias de posicionamiento han fracasado
una tras otra. Lo imposible, solo en la mente de ChdF, es posible: anhela ser
profeta en su tierra, conseguir el reconocimiento que nadie quiere otorgarle,
por esa razón somos testigos de frecuentes carpetazos cuando, a saber, no lo
invitan a festivales (el Hay Festival de Arequipa), ni hablar de sus críticas a
mafias literarias y culturales, cuando por lo bajo llama a editores de diarios
para exigir un espacio de promoción (diarios que en su cuenta de face sindica
de mafiosos y argolleros, por demás). ChdF no se ha dado cuenta de que los
peruanos somos intuitivos para detectar la atorrantada, es decir, sabemos
diferenciar el chancho del chicharrón. También sabemos reconocer su mentira,
aquella que no se cansa de ventilar: su novela La procesión infinita la rompe en ventas cuando en
realidad los ejemplares de la misma son torres que sirven de apoyo si alguien
quiere amarrarse las tabas (hay que calmar a la pequeña bestia: conozco
escritores que en un día han vendido más que ChdF en tres meses de esmerada promoción).
No se ha enterado del verdadero poder de la Radio Bemba, o en todo caso se hace
el huevón: el lector manifiesta su veredicto y contra ello no se puede hacer
nada. Es que ChdF no busca lectores, busca acólitos. ChdF no aspira a narrar,
su objetivo es ser narrador.
Más: días atrás nos informó, muy a su
estilo, de la existencia de un artículo en el que se destacaba la “valía”
literaria de su novela (bien por ChdF), sin embargo, hubiera consignado la
información de que tanto el autor del texto y él pertenecen al mismo sello editorial
(ver aquí), cosa que desechábamos cualquier sospecha de trabajo/arreglo bajo la
mesa, arte en el que nuestro Piquichón ha demostrado ser muy eficiente. Pero
donde ha destacado como todo un capo, un experto, un gigante, un crack, es en
el arte del berrinche. No lo vamos a negar: sus pataletas son graciosas.
Dicho esto, espero que mi causa ChdF
recapacite, se porte como un caballero, pida las disculpas respectivas (aunque sea por inbox) y así olvidemos este bochornoso
capítulo… Haremos ese esfuerzo.
miércoles, septiembre 20, 2017
lluvia
Me desentendí del mundo virtual ayer
martes. Pasé toda la tarde en la hemeroteca de la BNP. De allí, golpe de siete
de la noche, me dirigí al Cineplanet de San Borja para ver La hora final, película de la que venía escuchando y leyendo polarizados
comentarios. Mi idea, en principio, era ver el trabajo de Mendoza y empalmar
luego con It, la adaptación de la
mastodóntica novela de Stephen King. Sin embargo, a medida que caminaba a La
Rambla, notaba que las calles iban quedando vacías a causa de una incansable lluvia,
que viene manifestándose desde hace varios días a esas horas, conocidas como “hora
punta”. Me gustó esa sensación, no solo porque me gustan la lluvia y el frío,
sino porque permiten que las calles queden libres de personas.
Llegué al centro comercial y subí por la
escalera eléctrica. Mi intención era llegar
cuanto antes y comprar mi entrada para la función de las ocho. De
salirme todo bien, tendría tiempo para tomarme un café y revisar tranquilo mis
correos y mensajes de Inbox. Algo intuía, desde que lancé mi reseña sobre el
libro que reúne los cuentos de Pilar Dughi, que esta iba a generar opiniones
encontradas. Saqué mi entrada y fui tras un café. Me acomodé en la silla y revisé
lo que tenía que revisar. Entre los mensajes recibidos, un amigo me comunicó
que las feministas me estaban fusilando. Entré pues a mi cuenta de Facebook y
vi los comentarios que incidían en el texto previo a la reseña en sí. Sobre la
reseña no había mucho que objetar, traté de brindar un panorama de las
características que identificaron el proceso narrativo en la cuentística de
Dughi, destacando cimas y señalando bemoles.
Lo que uno escribe no puede agradar a
todos, pero siempre es saludable la discrepancia. Sin discrepancia argumentada,
no hay polémica fructífera. En lo personal, prefiero la discrepancia a la
intolerancia a la opinión contraria (muy de redes sociales). Cuando la
intolerancia pauta un potencial cruce de opiniones, opto por lo mejor, lo
correcto: no entrar en ese vicioso círculo discursivo.
Salí de mis cuentas virtuales y terminé
el café. Bastó levantar la cabeza para ser testigo del considerable vacío que
ahora se apoderaba del centro comercial. Caminé hacia la sala en la que iba a
proyectarse la película. No era la última función y me extrañó la poca gente
que había en la fila. En realidad, no era necesario formar parte de una para
entrar. Entonces, celebré la situación, que me presentaba un posible milagro:
poca gente, es decir, no muchos se atreverían a usar los móviles en plena
proyección, el mal gusto y la deseducación como costumbre.
lunes, septiembre 18, 2017
jueves, septiembre 14, 2017
martes, septiembre 12, 2017
revolución desde la comodidad
Anoche, las redes dieron cuenta de los
movimientos de Maritza Garrido Lecca.
No voy a criticar su liberación, porque
en realidad no hay nada que objetar. MGL cumplió su condena de un cuarto de
siglo. Como toda persona, tiene derecho a rehacer su vida, pero tendrá que
enfrentar la condena social: nunca se arrepintió, ni pidió perdón por las miles
de muertes ocasionadas por Sendero Luminoso, grupo terrorista al que perteneció.
Mientras algunos atarantados de la zurda
equiparan la violencia de Sendero con la que llevó a cabo las FF. AA, porque
esa es la táctica de estos zánganos del pensamiento y esclavos de la pose de la
superioridad moral, sugiero, en vistas de una profilaxis neuronal y moral,
averiguar más qué papel desempeñaban MGL y otros al cuidado del sanguinario
Abimael Guzmán.
Pasan los años y cuesta creer el olvido
y la falta de crítica en la nueva generación de peruanos: no saben quién fue
García, tampoco Fujimori, mucho menos quién fue Guzmán. Los más informados,
aquellos con los que nos topamos en marchas y vemos participativos en las redes
—opinando como buenos, seguros de sus estupideces avaladas por los likes— no son
más que rebaño de una academia conformada por senderistas de cantina, mujeres y
hombres que en lugar de forjar un espíritu crítico en libertad, cometen la
bajeza de direccionar esa formación.
Me pregunto, ¿han leído El megajuicio de Sendero? En este libro,
escrito por un hombre de esta casa sangrienta, Óscar Ramírez Durand, se detalla
lo que era Guzmán: su nula consecuencia con la revolución, preso de una
egolatría alimentada por las ganas de poder. Por ello, el también conocido Feliciano,
advierte que Guzmán nunca salió de Lima en los años de fuego cruzado, viviendo
en acomodados distritos, bebiendo y morfando, dirigiendo la “lucha”
desde la comodidad de un sillón. En cambio, la soldadesca de muchachos
engañados, la pasaba putas en la sierra y la selva, mal alimentados,
infestados de piojos, creyendo que el líder, el Presidente Gonzalo, también se
encontraba en la misma situación que ellos en otro pueblo del interior del
Perú. Guzmán siempre vivió en Lima, su revolución era otra y jamás recibió las
críticas de quienes estaban con él, cuidándolo y protegiéndolo, rol que cumplió
MGL, para más señas.
Libros como los de Feliciano deben ser
de lectura obligada en colegios y universidades, gozar de ediciones populares,
estar en todas las bibliotecas privadas y estatales del país.
domingo, septiembre 10, 2017
emotiva / inteligente
Sabía de su prestigio, pero no la había
leído. Sabía, como también supongo muchos lectores, sobre sus polémicas en
medios de su país. Más allá de este último detalle, no faltamos a la verdad si
ubicamos a la colombiana Carolina Sanín en un lugar de privilegio de la
narrativa latinoamericana contemporánea.
La edición peruana-chilena de su novela
Los niños (Estruendomudo, 2017) es una buena puerta de entrada a su poética,
que se manifiesta en la ironía, la crítica velada (tal y como tendría que
hacerse en los cauces de la ficción) y, en especial, la peculiaridad de su
imaginación para narrar. Lo último suena a verdad de Perogrullo: se deduce que
toda novela es una construcción de la imaginación. Sin embargo, hagamos un
hincapié en esta característica, en especial en estos tiempos dominados por las
confusiones genéricas y atarantamientos discursivos. La mayoría de proyectos
narrativos adquieren justificación en la fuerza natural de la verosimilitud de
su argumento, a partir del cual se edifica el camino de la prosa, la opción del
estilo y, claro, su relación genérica.
En su novela, Sanín nos presenta a
Laura, una mujer soltera que se hace cargo de Fidel, un niño seis que en una
noche aparece en la puerta de su departamento. Laura tendrá que hacerse cargo
del niño, averiguar quiénes son sus padres, del mismo modo criarlo. En
principio, la historia exige un proceso ortodoxo de narración, pero la autora
enfoca su proyecto de manera diferente, elevando la novela hacia una
experiencia emotiva e intelectiva en el imaginario del lector de ocasión.
LN honra la naturaleza de la brevedad.
Estructuralmente es perfecta, sin embargo, su logro descansa en el tratamiento
que nos hace partícipes del tono de la oralidad del relato infantil, que le
permite generar en lo que cuenta una indesmayable sensación de asombro. ¿Qué se
está leyendo? ¿Acaso un largo cuento de terror psicológico? ¿Seguramente un
crítica simbólica contra la burocracia? ¿Una radiografía de la infancia
abandonada? ¿Una metáfora de la soledad? Estas son algunas preguntas que nos va
dejando la lectura, y en verdad poco o nada importan, porque esas inquietudes
quedan de lado a cuenta de la ironía, humor y sabiduría que transmite el estilo
que guía la ya señalada peculiaridad imaginativa para narrar de la autora.
Llegamos a un punto en que la verosimilitud ya no interesa. Sanín consigue que
nos identifiquemos con los cruces emocionales (tiernos y airados) que
configuran la fisonomía moral de Laura y Fidel. Esto es literatura.
viernes, septiembre 08, 2017
pelícano
El martes, pocas horas después del
partido de fútbol entre las selecciones de Ecuador y Perú, me enteré por las
redes sociales de la muerte de Javier, “El pelícano”, como se le conocía,
aunque muchos otros se referían a él como “El jipi”.
Algunas veces me he referido a él en
este blog, siempre como uno de los mayores conocedores de música que haya podido
conocer, en especial de rock.
Javier no solo era enciclopedia musical,
también testimonio e historia. Fue protagonista de los procesos sociales
ochenteros y noventeros, teniendo como base de operaciones el Centro Histórico.
Por eso, una vez pasada aquella etapa inevitable, nadie podía venirle con
versos sobre lo que en realidad había sido la movida subte y la tardía
efervescencia punk. Mientras muchos estaban de ida, “El pelícano” estaba de
regreso y sin ganas de pedir paternidad alguna, por la sencilla razón de que no
le interesaban esas huevadas.
Lo conocí a fines de los noventa, en el
entonces recién inaugurado Boulevard Quilca. Su stand era el número 13 y desde
allí continuó la labor comenzada años antes en La Colmena. Su vida era la
música y vivía recomendándola. En el acto de recomendar quedaba expresada su
generosidad. Por ejemplo, no solo te hablaba de la música de Lou Reed, sino
también te explicada por qué durante una época el músico usaba vestimenta de
color negro. Había en “El pelícano” una filosofía musical y cada sol que ganó,
sea poco o mucho, estaba más que justificado en su conocimiento.
A diferencia de los mercachifles de la
música, Javier se distinguía de lejos. Javier no tenía clientes, sino amigos,
conocidos y silenciosos discípulos. Y supe también, gracias a lo que amigos y
conocidos me decían de él, que tenía las palabras precisas de ánimo y crítica
para todo aquel que las necesitara.
¿Romántico? Por supuesto. “El pelícano”
era un idealista de la vida, aunque seamos precisos: era un amante de la
conversa. La última vez que lo vi, hace dos años, me dijo que estaba muy mal de
salud. Estaba de paso por Quilca, conversamos buen rato y lo embarqué en su
paradero, en Alfonso Ugarte. Los años no habían pasado en vano y mientras
caminábamos, me resultó imposible no recordar esos años de fines de los
noventa, convulsos e impregnados de una sensación de incertidumbre ante lo que
podría venir con un tercer gobierno de Fujimori. No fui el único que iba a
buscarlo, así sea antes o después de las protestas, no necesariamente para
comprarle música.
Gente como Javier justificaba la visita
a las calles del Centro Histórico. Hizo lo que pocos: dejar un buen recuerdo en
quienes lo conocieron.
jueves, septiembre 07, 2017
sendero discursivo encontrado
Semanas atrás leí Mínima señal (FCE,
2017), de la escritora peruana Irma del Águila. Pero antes de comentar esta
publicación, debo decir que la obra anterior de la autora poco o nada me ha
gustado, en el sentido (siempre diferenciando) de que si una poética no te
gusta, esta no tiene que ser deficiente. Si algo ha demostrado Del Águila en
sus títulos es pericia narrativa, cualidad que nos brinda las suficientes luces
de la seriedad con la que asume su vocación literaria.
El título que nos convoca en esta
ocasión se erige como un triunfo de la configuración de la prosa, pero nos
referimos a una aséptica, en apariencia inofensiva, que nos recuerda a la
sentencia que muchos siguen y que pocos anclan en buen puerto: la compleja
sencillez.
Del Águila ha llevado esta sentencia a
los extremos, nunca vistos en su obra, y saludamos que haya sido así, porque en
los relatos que conforman el conjunto, esta prosa disfrazada de inocencia le ha
permitido reforzar la configuración de sus personajes, que revelan una
oscuridad anímica con la que alcanzan momentos de revelación ante la situación
límite, pensemos en “Piscina”, “Pared medianera” y “Tu voz existe”, los más
logrados del conjunto. Esto no quiere decir que los demás no lo sean, por el
contrario, si tuviéramos que someterlos a los rigores de la relojería de las
distancias cortas, todos los textos muestran una perfección estructural.
Sensaciones de incomodidad. Cada relato
podría ser asumido como un navajazo en la garganta, en distintas dimensiones,
se entiende. Esta conexión que establece Del Águila con el lector no obedece a
los temas abordados, sino a la señalada (fría) simpleza de su prosa, ajena a
florituras. Del Águila en MS encuentra el camino a seguir en sus próximas
publicaciones, aunque también deberíamos advertirle, tras destacar su logro de ahora, que privilegie su mirada de escritora y no caiga en el silente
espíritu de la metáfora de la denuncia, no solo presente en varios de estos
relatos, también en sus libros precedentes. Solo de esta manera, veremos en
toda su magnitud lo que nos puede entregar como creadora que ya encontró su
sendero discursivo. Mientras esperamos, a seguir apreciando MS.
miércoles, septiembre 06, 2017
"ddm"
Un artículo del crítico de cine Javier
Porta Fouz, llamó, en todo sentido, mi atención. En su texto, el argentino pasa
revista a una película a reestrenarse en salas, Duro de matar (1988) de John Mc Tiernan, película que por esas
cosas de la vida nunca dejo de ver.
Sucede que DDM es una de mis películas preferidas. Los años pasan y la sigo
viendo, casi siempre bajo el inicial fin que inspira: el mero divertimento.
Muchas veces la he dejado correr a bajo volumen, mientras leo o escribo a mano,
o durante actividades que no vendría bien detallar ahora.
Obviamente, mi apreciación descansa en
la sinuosa dimensión de la impresión, mas como señala Porta Fouz: para ser de
entretenimiento, DDM exhibe una
coherencia narrativa, un silente crisol cultural pop y un alcance épico de su
protagonista, que lejos de la indumentaria del héroe y la estética del malvado,
se impone a sus enemigos descalzo, sucio y ensangrentado.
Más allá de la gesta de John McClane
(Bruce Willis) y la simbología de la película, no renuncio a mi fijación con la
tensión existente entre McClane y su esposa Holly Gennaro (Bonnie Bedelia).
Entre ellos existe un quiebre emocional, algo no anda bien en el matrimonio, y
ello, a mi entender, no se debe a las diferencias económicas entre ellos (se
deduce que Holly gana más dinero que su esposo policía), sino a una debilidad
relacionada a la falta de confianza en la mutua fidelidad. Al respecto, podríamos
tener más luces en las secuencias iniciales, cuando McClane llega al aeropuerto
de Los Ángeles. Quizá tendré un panorama
más claro sobre esta tensión cuando lea la novela que inspira la película, Nothing lasts forever de Roderick Thorp.
Volviendo a la película como tal, su
vigencia obedece a que esta es ajena al efectismo de la pirotecnia, cosa por
demás meritoria cuando hablamos de una película de acción. Su ritmo ralentizado
le permite al espectador tener una idea de la configuración de sus personajes,
tanto de McClane y Holly, del mismo modo del villano Hans Gruber (Alan Rickman)
y el sargento Al Powell (Reginald VelJohnson). No estamos pues ante
estereotipos, cada uno de ellos es un microcosmo emocional e intelectual en
conflicto. Es decir, un imaginario humano que eleva a DDM, librándola de su etiqueta, aunque es justo decir que su
presencia en canales de cable y parrillas de cine, se deba a la misma.
martes, septiembre 05, 2017
fama / infelicidad
Tardía
fama,
novela póstuma del escritor austriaco Arthur Schnitzler (1862 – 1931), inédita
hasta 2014 y publicada en español por Acantilado en 2016, en traducción de Adan
Kovacsics. Se deduce y no debe sorprendernos: la destacamos como una novela que
pone en bandeja los ingredientes narrativos que posicionan a Schnitzler como un
clásico. En sus páginas hallamos el magisterio de su mirada y la claridad de su
prosa, cualidades que lo llevaron a ser considerado uno de los maestros del
monólogo interior, pero no en la línea expansiva
de otros gigantes, pensemos en James Joyce y los representantes de la
Generación perdida, a saber. Lo de Schnitzler siempre fue la puesta en escena
de la vena emocional de sus personajes y en esa empresa elevó la dimensión de la
novela breve. Casi toda su obra narrativa está inscrita en este registro y, en honor
a la verdad, la brevedad novelística durante la segunda mitad del siglo XX
sería otra cosa sin él.
Tardía
fama
no está a la altura de sus novelas más conocidas, sin embargo, su publicación,
especulamos, supone un legado moral contra las triquiñuelas del mundillo
literario (el de antes y el de hoy) que esclaviza a sus actores en el sinuoso
camino a la fama. Obviamente, la búsqueda de la fama “distingue” a todo
circuito literario, cada cual con sus matices e inherentes curiosidades teñidas
de mal gusto. Por ello, fijémonos en la figura de su protagonista, el anciano
Eduard Saxberger, que en su juventud publicó un poemario titulado Andanzas, el cual no tuvo la resonancia
deseada, lo que generó que se dedicara a una vida burocrática, hasta que una
tarde, al regresar a casa, se le anuncia la sorpresiva visita de un joven
llamado Wolfgang Meier. Este encuentro trastoca los apacibles días de
Saxberger, alejándose de su cotidiana inmediatez hacia una realidad que creía
olvidada: el tiempo en que fue un joven que quiso reflejar la vida mediante la
palabra poética.
Cuando Schnitzler escribe esta novela ya
era un autor reconocido que disfrutaba de legitimidad literaria y también del
reconocimiento de intelectuales de época, tal y como testimonian sus cartas con
Sigmund Freud. A Schnitzler lo buscaba mucha gente, en especial escritores en
ciernes a la caza de un padrino que les pueda brindar un inicial espaldarazo,
imaginamos pues que más de un espeso le sacó de quicio y para exorcizar esos
malos ratos escribió esta novela que ve la luz tras más de medio siglo. En Tardía fama se muestra una crítica a las
frivolidades que obsequia la búsqueda de la fama, a lo que se puede llegar con
tal de tener algunos minutos de atención valiéndose de una voz reconocida, sin
embargo, nuestro autor parte su señalamiento mediante un poeta olvidado,
reforzando así el anhelo de los arribistas dirigidos por Meier, que conforman
un grupo literario llamado Entusiasmo.
Bien lo decía el recordado escritor
peruano José Antonio Bravo: “hay que leer simbólicamente”. Obviamente, la
lectura simbólica está presente en su propia naturaleza, que en esta ocasión Schnitzler
nos depara desde un título menor: la esencia del ejercicio literario como fin.
…
En SB
domingo, septiembre 03, 2017
consecuencias sociales
No son pocas las sensaciones e ideas que
genera la pronta liberación de Maritza Garrido Lecca.
Para un peruano, con memoria y que vivió
parte de su infancia y adolescencia con tamaña referencia, MGL no es un nombre
más. Ahora, no niego que me preocupa la chibolada pogre y
reaccionaria de este país, tan entregada a la opinión inmediata y la escasa reflexión
en la que descansa su discurso, es decir, la nada
intelectiva como virtud.
No lo vamos a negar, MGL exhibe un aura
romántica, en especial para la juventud. La ejerció en los años previos a ser
capturada como la guardiana de Abimael Guzmán, líder del grupo terrorista
Sendero Luminoso (las cosas por su nombre, pulpín, olvídate de cojudeces tipo
“Guerra Civil”, “Movimiento revolucionario” y demás maravillas del
atarantamiento conceptual producto de la posería y las pocas lecturas sobre
esos años de sangre, violencia y horror).
Es cierto que MGL cumplió su condena,
pero también es cierto, como señalan varios artículos de opinión de reciente
aparición, que esta mujer jamás ha dado visos de arrepentimiento, ni siquiera
una sola autocrítica en todos estos años de encierro.
Todos tenemos derecho a comenzar de cero, pero si no has pedido perdón, poco o nada puedes hacer contra la
condena social. Entonces, cuando se nos llama a la tolerancia, hay que hacerlo
de acuerdo a una coherencia. En el caso de MGM, solo hemos visto coherencia con
el discurso senderista, justificando en el silencio la sangre de miles de peruanos
inocentes que fueron víctimas del fuego cruzado de Sendero y el Estado.
Hablamos de una guerra que la comenzó un
grupo terrorista que jamás tuvo el favor de la población (a saber, Los ronderos --que no eran grupos paramilitares, tremenda idiotez que leí en una revista
años atrás--, su sola presencia fue la negación rotunda del campesinado a la
mentira revolucionaria de Guzmán), solo de algunos imbéciles de la academia y
una ínfima facción de la población juvenil ochentera. ¿Cómo es posible,
entonces, tratar de encontrar una legitimidad con tan poco, con mayor razón
cuando SL comenzó a desparecer a hombres y mujeres que no sintonizaban con sus
postulados políticos (muchos de ellos de la misma izquierda)? No negamos, en
absoluto, los crímenes de las FF.AA., pero es justo reconocer que estas impidieron el
avance del horror. Lo dicho, lo sé, no gustará a muchos, pero ya es tiempo de
poner en orden las cosas y juzgar judicialmente y socialmente a los
responsables de esa masacre, a los que la propiciaron y a los que no supieron
defender a quienes tenían que defender. Y, obviamente, también dejarnos de
idioteces, como pedir respeto
social a los senderistas que están por salir de la cárcel, o sea, respeto para
aquellos que se dedicaron a violar los derechos humanos.
sábado, septiembre 02, 2017
gm
Aunque no soy asiduo de las actividades
literarias, esta noche de sábado hice una excepción. Fui al homenaje a Gregorio
Martínez, que tuvo lugar en el salón Nasca del Ministerio de Cultura.
Se trataba de una ocasión especial,
porque sería la parada previa de los restos de Martínez a su destino final en
Coyungo. En lo personal, lo asumí como una suerte de oportunidad para estar sin
estar cerca ante uno de los más grandes estilistas de la historia de la
tradición de la narrativa peruana. No es para menos, la obra de Martínez ejerce
un magnetismo, extraña en su caliente frescura y reconocida en su sabor a sal
húmeda, que la mantendrá vigente por muchísimo tiempo.
Entre los encargados de hablar en este
homenaje, estuvieron Milagros Saldarriaga, Marco Martos, Hildebrando Pérez,
Germán Coronado, el hijo y hermano del autor, como también su viuda. Todos, sin
excepción, ofrecieron los elementos de un gran perfil a la altura de este
estupendo escritor. Contra lo que muchos puedan pensar, impresión que parte de
lo más de uno solía hablar de Martínez (un escritor ¿vital?), él no solo fue un
gran amante de la vida, sino también de la lectura, como consignó su viuda al
referirse a las muchas horas que él solía pasar en las bibliotecas de Virginia,
leyendo, escribiendo e investigando.
La poética de nuestro autor no solo
podía sostenerse en su peculiar visión de la vida, puesto que su obra
necesitaba de un conocimiento, de un peso
cognitivo que en la maestría narrativa de Martínez no se dejaba sentir en el
lector, y eso, al menos para quien escribe, es un detalle a agradecer. Esta no
exposición de conocimiento es también magisterio. El autor era un gran lector y
como todo escritor de raza sabía que poco o nada se obtenía mediante el burdo
muestrario de lo leído.
Lo que sí me pareció penoso fue
constatar la ausencia total de los escritores que se hicieron presentes en las redes sociales cuando
nos enteramos de su fallecimiento el pasado 7 de agosto. Hubo gente en este
homenaje, pero de lectores, no de aquellos papanatas que se hacen llamar “escritores”
que sí tienen tiempo cuando se impone el negocio de la figuración a lo bestia,
porque todo vale con tal de aparecer y dar a conocer que apareciste en el Jet
Set literario, así hayas ingresado allí por la ventanita del baño.
sencillez
En la madrugada, mientras ordenaba
muchas películas, encontré una que no veía desde hace un tiempo. Decidí verla
otra vez y, ahora, sé que fue la decisión correcta. La película: Rififi (1955) de Jules Dassin.
La película se erige a la fecha como una
de las obras maestras del cine negro, pero también habría que ser más justos, no
solo verla como inscrita en el género, sino también como un título atendible en
la tradición del cine francés de la segunda mitad del siglo XX.
Tony le Stéphanois quiere rehacer su
vida tras cinco años de reclusión, pero ese anhelo se ve interrumpido cuando se
entera de que su exmujer es ahora la mujer de un gángster. Enterarse de aquello
lo lleva a aceptar la propuesta de sus excompinches: robar la caja fuerte de
una de las joyerías más prestigiosas de París. Stephanois y su equipo arman un
detallado plan, pero tanta perfección, ni en teoría ni práctica, no siempre te
garantiza un buen final.
Imposible no forjar una lectura paralela
a medida que se ve la película, una lectura que nos hace pensar en la carencia
de un cine negro nacional. Bien sabemos que nuestra historia social ha sido, y
viendo siendo, rica en insumos para esta clase de proyectos, veamos algunas
maravillas: inseguridad ciudadana, sicariato a escoger y endebles fuerzas del
orden y políticas. Por ello, la pregunta se impone sola: ¿por qué esta realidad
no interesa a los creadores, en este caso a las mujeres y los hombres de cine
en Perú? Las respuestas pueden ser variadas, pero el dinero, en ninguna de
ellas se presenta como la razón, porque una película en la onda directa e
indirecta de Rififi no sería tan cara,
no demandaría como sí la inversión de la que somos testigos en la basura del
cine comercial peruano.
Me extraña la ausencia de esta tradición
(aunque sea cinco películas que dialoguen con ella), lo que me significa una
pena: las novelas y el cine de género permiten conocer el corazón y el alma de
una sociedad. Ese es el legado de las novelas de folletín del XIX, entre otras
señas.
Luego de ver esa gran película de
Dassin, pensé en una peruana que, en cierto sentido, dialoga con el cine negro.
Su título: Muero por Muriel (2007) de
Augusto Cabada. Este trabajo, variación de la novela Muerte en la Calle de los Inocentes de Lalo Mercado, pudo tener
mejor suerte, pero fracasó antes de estrenarse. Quienes vimos la película no
solo la recordamos por Andrea Montenegro y Ricky Tosso, sino también por la
dejadez testimoniada en la pésima calidad de imagen. Defectos de lado y méritos
por delante: fue un buen debut de Cabada, en sencillez contaba una historia
lineal, por momentos risueña pero ante todo inteligente en su tratamiento, más
aún en temas pueriles, pero no por ello menos atendibles.