martes, marzo 31, 2015
Me despierto, algo despejado pero con un
poco de sueño. Me pongo a leer, en realidad a releer algunos fragmentos de Experiencia de Martin Amis.
Al acabar las páginas que pensaba leer
empiezo mi día.
Me sirvo café y jugo de naranja. Como es
algo tarde, no salgo a correr. Más bien, me siento y prendo la laptop y termino
la reseña que debo enviar en el curso del día.
Busco la palabra adecuada para esta
novela que me ha dejado pensando más de lo que se supone debe dejarme pensando
una novela de un nuevo autor latinoamericano. Hay que celebrar la originalidad
del autor, en este caso una verdadera originalidad, ajena a las trampas que
algunos pretenden llevar a cabo, apelando a la rareza y demás tontería
conceptual.
Me canso de buscar la palabra. Lo haré
desde la Católica.
Me ducho.
Y vuelvo a servirme café, jugo de
naranja y prendo el primer cigarro del día.
Lo prendo por placer, porque me gusta
fumar, además, trato de alimentarme bien. Aunque cuando fumo, no lo hago en
casa, lo hago en el parque, casi siempre en compañía de Silvestre.
Siento pues una modorra, de no hacer
absolutamente nada en las próximas tres horas. Me basta poner un cd, tirarme sobre
la cama y quedarme mirando el techo que pienso pintar de amarillo, rojo, negro
y verde, o sea, plasmar en el techo el sueño que tuve hace algunos días, un
sueño, digamos, canábico y psicodélico, que tuve después de una maratón de The Chocolate
Watchband.
No sé cuánto tiempo ha pasado desde la
última vez que tuve un sueño de colores fuertes, colores que aparecían en mis
caminos oscuros como gigantescas gotas de sangre, reventándose y estrellándose
en mi cara, sumiéndome en la desesperación que me obligaba a buscar la puerta
luminosa al final. No, no fue una pesadilla, quienes ya conocemos ese sueño,
los sueños en general, intuimos cuál puede ser una pesadilla y cuál no.
Decido pues apagar los celulares y
descolgar el teléfono. Me echo en la cama y miro el techo como tiene que
mirarse, agotar la vista, lentamente hasta quedarme dormido.
lunes, marzo 30, 2015
264
Todas las mañanas, o mejor dicho, todos
los domingos en la mañana, me levanto relativamente tarde. Pero ayer domingo me
levanté temprano. Me remojé el cuerpo y salí a correr. Durante cuarenta minutos
mi cuerpo no hizo otra cosa que sudar, arrojó al infinito todas las toxinas que
lo envenenan. Al regresar a casa, me tomé un duchazo. Me serví café y me
preparé pan con mantequilla, solo uno, porque dentro de unas horas vendría el
desayuno dominical con tamalitos, chicharrones, café (infaltable) y jugo de fruta,
toda la cosa que conlleva la reunión familiar.
Avancé hasta donde pude los textos que
debo avanzar. Uno de ellos, sin duda el más largo, me generó más de un
esfuerzo, puesto que lo veía después de dos semanas, experiencia que hizo que
no me reconociera en absoluto, que me cuestionaba si el autor de ese escrito
era yo u otro que se hizo pasar por uno. Sin embargo, estas impresiones no son
más que meros pretextos que asientan más la inseguridad de mi talento para
narrar.
Cuando me toca hablar con otros amigos
escritores, digamos los que pertenecen a mi generación, no puedo dejar de
sentirme abstraído, más de una vez confundido, al percatarme de su facilidad
que tienen para escribir ficciones, algo que me está faltando desde hace un
tiempo al saber que me siento más cómodo y también fuerte desde el registro de
la no ficción o como se le quiera llamar cuando se escribe sin ayuda de la
inventiva.
No me hago problemas. Mientras lea a los
que tenga que leer y mientras vuelva a los que tenga que volver, me siento
seguro, porque sigo escribiendo. Hay que ampararse en la semilla, en el siglo
de la novela, por ejemplo. Aunque algo me dice que tarde o temprano aceptaré
que he renunciado a la ficción, renuncia que no me quita el sueño, porque la
pulsión por escribir seguirá. Bueno, al menos esa es la idea.
domingo, marzo 29, 2015
sábado, marzo 28, 2015
263
Me acuesto tarde y me levanto temprano.
Hoy sábado me toca abrir el stand de Selecta en La Católica.
En mi cabeza aún retumba el vino de
anoche.
No lo puedo negar, la primera sesión de
Encuentros en El Virrey de Lima salió muy bien. Julio Villanueva Chang demostró
por qué es el editor y cronista que es; de paso, puso las cosas en orden para
los que creen que la escritura de crónicas y perfiles es un asunto fácil, de
mera impresión y dependencia del gaseoso talento narrativo.
Salí de la librería a las 10 y 30 de la
noche.
Una vez me dijeron que Lima (cuando
hablo de Lima, me refiero al centro de la ciudad), se ve apetecible de noche. Y
es cierto. Las calles por las que caminaba mostraban un aura mágica y
peligrosa, predispuesta al azar. No es que sea nueva esta sensación, en
realidad, siempre la tengo, pero esa nueva mirada, el renovado asombro, es lo
que siempre puedo encontrar en estas calles.
Compro una botella de agua mineral sin
gas y me siento en una banca del parquecito ubicado frente al Teatro Segura.
Hace años, muchos años, cuando era muy
niño, antes de los diez, actué en ese teatro. Desde niño fui marcado por el
destino, hice de malo en esa obra teatral infantil. Todos los niños del taller
querían ser los buenos y me dieron el papel no por mis dotes histriónicas, sino
porque pedí el rol del malvado, de aquel que se suponía aguaría la fiesta de
los buenos.
Dejo de lado mi niñez y me pongo a
pensar en las novelas peruanas que tienen a Lima como protagonista, cuya sola
presencia justifica la lectura de la novela. No pienso demasiado al respecto
porque no hay mucho que pensar. Nos hacen falta más novelas sobre lo que pasa
en el centro de la ciudad. Novelas entregadas a sus calles y senderos oscuros,
sin la carga de los ideales históricos, tener pues un retrato tal cual, sin
afeites ni remilgos, que en el retrato de su honestidad tengamos una epifanía
perdurable.
jueves, marzo 26, 2015
262
Lo que no pensaba que pudiera ocurrir,
ocurre. Mi cuerpo y mi mente se han acostumbrado al calor. Hago cuenta que vivo
en un país tropical, no me queda otra. En el trayecto al stand de Selecta en La
Católica, ingreso a un restaurante y pido una Coca cola helada. De mi mochila
saco la última edición de Etiqueta Negra y me pongo a leer el perfil que me
recomendaron, sobre la bailarina de ballet Misty Copeland.
Extraño las épocas en las que bastaba
preguntarle al mozo o a la mesera si
podía fumar. Casi siempre me decían que sí. Pero ahora las reglas han cambiado,
así no haya gente en los lugares públicos, está prohibido fumar.
Leyes idiotas, a fin de cuentas. Leyes
idiotas como esa ley contra el acoso callejero. Nos estamos llenando de
mandatos idiotas y de gente idiota que honra esas leyes idiotas.
No me hago problemas. Llamo a la mesera.
Son las once de la mañana. Le sonrío y le hablo bonito, le digo que voy a
fumar, que si hay algún problema, yo me encargo de resolverlo.
Efectivamente, no hay nadie en el
restaurante y prendo el primer cigarro en cinco horas. Las volutas se pierden
en la imagen de Copeland.
Qué especiales son las bailarinas de
ballet. Por lo que leo del perfil de Santiago Wills, intuyo que este tipo de
mujeres entregadas a los sacrificios del cuerpo son personas de determinaciones
férreas, como si la duda no tuviera espacio en el mundo de sus decisiones.
Copeland y todas las bailarinas de
ballet son mujeres de temer. Pero también son necesarias.
Por cierto, nunca he sido muy adepto del
ballet, pero siempre me han llamado la atención las mujeres que sacrifican su
cuerpo, su cotidianidad en pos de la belleza en movimiento.
Cualquier mujer no puede dedicarse al
ballet. Eso lo tengo muy claro.
Las volutas siguen perdiéndose en el
aire y estrellándose en las páginas de la revista. Percibo que le mesera me
mira, muy asustada. Si su jefe descubre que estoy fumando, de nada servirán mis
disculpas. La puteará y, dependiendo de su reacción, hasta podría despedirla. Entonces,
no me hago problemas, y no quiero que la mesera tenga problemas. Llevo el
cigarro a la mitad y lo dejo caer en lo que queda de la Coca cola.
Pago la gaseosa en caja. El dueño tiene
cara de pocos amigos y de ninguna mujer. Se ve que es un tipo resentido con la
vida. Sobre la mesa que ocupaba, dejo una propina, que para lo que consumí,
resulta generosa.
miércoles, marzo 25, 2015
martes, marzo 24, 2015
261
Llegará el día en que tendremos que
cambiar a la fuerza nuestro horario laboral, al menos durante el verano.
El calor ha estado insoportable.
Sin duda, no hemos hecho otra cosa que
malograr el clima, asesinarlo y burlarnos de él. Ahora es el clima el que nos
asesina y se burla de nosotros.
De todas las ferias de libro a las que
he ido, esta ha sido la más desalmada. Ya sea por el calor, o la lluvia, como
la del último sábado, casi lograron que abrace la rebeldía y mande todo a la
mierda. No sé cómo terminé la instalación del stand de Selecta en la feria de
La Católica.
Pero misión cumplida a fin de cuentas.
Me la pasé durmiendo, o tratando de
dormir luego de cada duchazo, el último domingo, con la idea de empezar con
todo la Feria del Libro de la PUCP.
Empecé con todo y creo que resistí el
calor. No sé cuántas botellas de agua mineral habré terminado, pero bien que
las botellas de agua mineral me ayudaron a avanzar mi libro de polémicas
literarias, como el hecho de terminar el cronograma de actividades que
realizaré cada quince días en la librería El Virrey de Lima, en donde, según
mis aspiraciones, trataré de mostrar lo mucho o poco que aprendí de las
entrevistas de The Paris Review que devoré y sigo devorando.
A eso de las seis de la tarde, dejé de
hacer lo que estaba haciendo y me puse a leer el último cuento de Reinos de la chilena Romina Reyes. Esta
lectura me hizo pensar, una vez más, en la posibilidad de ver más hacia el sur,
ver más a sus nuevas voces para tratar de hallar el secreto que impulsa
poéticas como la de esta chica.
domingo, marzo 22, 2015
sábado, marzo 21, 2015
260
A veces las explicaciones de los
misterios de la vida vienen por cuenta de las personas más sencillas, aquellas
que no son tomadas en cuenta por los hacedores de pensamientos, guachimanes de
lo correcto, guardaespaldas de la opinión zurda con tintes de vanguardia.
En los últimos he venido escuchando
hasta el hartazgo sobre la desaparición de los murales del Centro Histórico.
Todos opinan, hay quienes están en contra de lo que se asume como una
manifestación artística, del mismo modo tenemos a los que sí están de acuerdo
con la medida municipal. En este segundo grupo hay muchísima gente de vida
pragmática, harto tecnócrata, ninguneados por los dizque pensadores adelantados
y superados.
A mí me gustaban muchos de los murales,
decir que me gustaban todos supondría, y con razón, un gran acto de hipocresía
de mi parte. Algunos me gustaban tanto que a propósito caminaba por ciertas
calles, me bastaba contemplarlos, sentir pues esa sensación de que me decían
mucho o poco sin necesidad de interpretar el mural.
No pensaba en la venganza política ni
bien se dio esta ordenanza municipal del borrado de los murales. Pero ahora lo
pienso gracias al taxista que me llevó a la librería hace algunos días. El
taxista, un señor moreno de canas plomas, hizo que viera las cosas más allá de los
límites del pensamiento. Me bastaba escuchar el timbre de su voz para constatar
su autoridad, la veracidad con la que hablaba, de su sabiduría forjada en la
mirada y el sufrimiento.
Cuando le hice el comentario de los
murales, el señor me dio la razón, pero que no había que juzgar apuradamente a
Castañeda, ya que no podemos esperar mucho de un profesional al que le cuesta
expresar sus ideas con claridad. Para esto, el moreno me había dicho más de lo
que esperaba escuchar. Redondeó su idea con la cuestión del resentimiento
permanente del peruano, peor: si a este
resentimiento le sumamos la venganza, el ojo por ojo, bien podemos entender por
qué el alcalde obra de la manera que obra.
A la gente, a la gran mayoría, solo a un
grupo de privilegiados que saben apreciar el arte, pero en especial a la gran
mayoría, el arte le interesa poco o nada. Ni les va, ni les viene. Esa gran
mayoría aprueba a Castañeda, su gestión. Esa gran mayoría no se hace problemas
con el borrado de murales. Más bien, a esa mayoría le parece bien que lo haga,
que desaparezca todo rastro visible de la gestión de Villarán, de la misma
manera que esta señora de buenas intenciones y de escasa inteligencia hizo al
desaparecer los Hospitales de la Solidaridad, cambiándoles de nombre, también
de color.
viernes, marzo 20, 2015
jueves, marzo 19, 2015
259
Cerré la librería y salí de las veredas
de Quilca. Me esperaba una noche agitada, agitada porque quería regresar a mi
casa y descansar y recuperarme del dolor en el hombro que no me permite
levantar el brazo. Seguramente debido a un descuido al momento de dormir, ya
que he estado durmiendo destapado y duchándome en las madrugadas ni bien sentía
mi cuerpo como una melcocha.
Debía buscar un minicajón para
Valentina, la sobrina de tres años de Yesenia. En principio no sabía dónde
comprar un minicajón, pero no me hice muchos problemas. Solo hizo falta respirar
hondo, dejar de lado el cansancio e ir tras este instrumento musical para
bebitos. Felizmente, la solución estaba a la mano, en las cuadras de La Colmena
cerca a la Plaza Dos de Mayo, en donde hay varias tiendas especializadas en
instrumentos musicales.
Por un momento, pensé optar por el
camino más largo, subir por Rufino Torrico, pero deseché la idea, porque Wilson
era la voz.
Y ahora que lo pienso bien, fue un error
ir por Wilson.
Lo que más me gustaba de caminar por
esta cuadra de Wilson era ver los murales, en especial el de una niña negrita,
quizá el mejor mural de todos los que habían en el Centro Histórico. Se trataba
de un mural imponente, que desde el ángulo que lo vieras llamaba tu atención.
Supe de ese mural por mi amiga Pamela,
que me contó que su enamorado le tomó una foto con ese mural de fondo en una
noche de algarabía y protesta. Esa foto fue durante mucho tiempo su imagen de
perfil en Facebook y confieso que miraba regularmente esa imagen de perfil por
su aura mágica que me generaba. La niña negrita no solo te miraba, sino que
escrutaba tu alma. Como mural, como manifestación artística, cumplía su función
si en caso tenía alguna. No me dejaba indiferente. Además, nunca he sido
indiferente a lo que me remueve, por eso, cada vez que caminaba por Wilson, me
quedaba mirando ese mural de la niña negrita.
Por eso, recién, aunque algo tarde,
sentí desazón porque ese mural ya no estaba. En su lugar un brochazo chusco de
pintura de color anaranjado oscuro. Prendí un Pall Mall rojo, el primero en
quince horas. Era el momento de la autodestrucción.
miércoles, marzo 18, 2015
258
Estos últimos días han sido los más
calurosos, los más en años. Qué bestia. Por un momento barajé la idea de tirar
la toalla, regresar a mi casa y no salir de la ducha hasta la noche. Llegará el
día en que las horas laborables se realizarán en dos tandas, dejando un buen
espacio libre para el hueveo y el ocio.
A lo mejor, eso es lo que necesitamos,
más tiempo para el hueveo y el ocio. Pero a la fuerza.
Si en Lima, el ciudadano promedio es una
bestia, impresión que tengo cada día al ver su comportamiento, desde cuando
mira o cuando saluda, peor en estos meses en los que el calor eleva los ánimos,
anula la inteligencia, mata la tolerancia y reprime los buenos modales. Entonces,
gracias al calor uno podrá tener tiempo para sí mismo, pero en la quietud,
adquiriendo una calma a la mala, viendo pasar las horas y en ese transcurso del
tiempo podría llegar el milagro: el cuestionamiento de sí mismo, el lavado
mental y emocional, la limpia de la suciedad ectoplasmática que nos regalan el
apuro y la prisa.
El apuro y la prisa, como también la
ausencia de silencio, hacen del limeño promedio una bestia en potencia. Si a
esta bestia en potencia le sumas capacidad adquisitiva, como que poco o nada se
puede esperar para el futuro hombre/mujer de la ciudad.
Si me pidieran un ejemplo de lo que
estoy hablando, bien podría valerme de uno irrefutable, de un ser que bien
puede reflejar al limeño del siglo XXI en todo su esplendor. Hombre de
mentalidad tecnócrata, profesional con honores, carente de verbo, esclavo del
inmediatismo, enemigo de las ideas, conservador ultramontano. Claro, hablo del
mandamás de la ciudad, involuntario obsequio de Susana Villarán. Esa es la
verdad.
lunes, marzo 16, 2015
poetas del asfalto (100)
A lo mejor más de uno se sorprenda por
el contenido de la presente columna, columna dedicada, como bien saben, al
comentario de libros peruanos y, cuando la situación lo permita, a otros
asuntos de las idas y vueltas tan características de nuestro maravilloso
circuito literario.
Si me preguntaran qué es lo más honesto
que podemos encontrar en la literatura peruana hoy en día, o por aquella
manifestación ajena a los intereses comerciales y académicos que ensucian las
almas de muchos letraheridos, otrora escritores idealistas convertidos en
mercenarios, capaces de hacer de todo con tal de poner el primer ladrillo de
esa pared que jamás llegarán a terminar: la canonización. A algunos ni siquiera
les interesa la canonización, solo figurar, figurar bien, sintiéndose bien
servidos si salen a media página en Somos, Caretas, Cosas… Hasta aparecer en el
crucigrama de un diario de medio sol es todo un logro, un acontecimiento que
debe ser celebrado por la portátil del Face.
Más de uno se preguntará por qué jodo
tanto con este tema. Lo peor es que seguiré jodiendo hasta encontrar al menos
cinco escritores, grupos y colectivos literarios honestos en su discurso. La
tarea será ardua, me resisto a creer que nuestro círculo literario merezca el
fin de Sodoma y Gomorra, circuito tan proclive al figuretismo, sin ningún
escritor al que podamos catalogar de admirable, con pocos editores a quienes
podamos calificar de decentes (sin contar su aberrante carencia de lecturas) y
con reseñistas temerosos de decir lo que piensan de los libros que les mandan a
celebrar, saliéndoseles la verdad de lo que piensan ante un gerente de una
cadena de librerías que les paga la cerveza, la canchita, el cau cau y la coca,
o peor, en una conversa con un sabido lector que les pregunta si en verdad ese
libro encierra tanta belleza, si es tan bueno como aseguraron en la reseña.
Por esta razón, y sin pasar por alto sus
múltiples defectos, debemos celebrar la aparición del fanzine número 100 de Los
poetas del Asfalto, los verdaderos detectives salvajes de la literatura peruana
contemporánea. Aquí no vale celebrar el talento. La celebración del talento, si
lo hay o no en esta agrupación, es lo de menos. Debemos celebrar la perseverancia,
la coherencia entre el discurso poético y la actitud para con ese discurso, que
se ha mantenido por veinte años. Ajá: veinte años. Es decir, hablamos de una
postura poética, de un compromiso que honra la poesía y narrativa de los
satélites de esta agrupación fundada por Ricardo Vega Jaime, o mejor conocido
como “Richi Lakra”, quien, para los interesados, y lo consigno como dato
anecdótico, aparece como personaje en Saber
matar, saber morir, la poética y brutal novela callejera de Augusto Higa.
Basta leer los números anteriores de los
fanzines para darnos cuenta de los satélites que direccionan a los Poetas del
Asfalto. No serán ni los primeros ni los últimos en admirar a Bukowski,
Kerouac, Burroughs y Ginsberg. Seguramente hay puntas que con mayor autoridad
literaria nos pueden hablar de estos artistas que han cimentado la vocación
literaria de más de uno a lo largo de décadas, pero en lo que los Poetas del
Asfalto se diferencian, en lo que se despuntan y sacan ventaja de los culturosos,
es precisamente en su dimensión de trabajo por querer hacer las cosas, en
llevar a los hechos los postulados de sus satélites/mentores, sin depender de
padrinos literarios, mucho menos haciéndole la corte a los mandamases de las
ferias internacionales. Sin querer, sin esperarlo, estos poetas de las calles
del Centro Histórico han conseguido lo que muchos no han podido: legitimidad.
…
Publicado en LPG
domingo, marzo 15, 2015
257
Entre las muchas cosas inesperadas que
me ha tocado hacer en la vida, ahora me toco actuar a pedido, actuar frente a
cámaras, a no hacerme hígado por las repeticiones que requieren las escenas.
Días atrás recibí la visita de Josefina
y Jimena, que me comentaron que pensaban hacer un documental del Boulevard
Quilca, documental que no tenía nada que ver con el desalojo que ha hecho
pensar a mucha gente de que el Boulevard está en retirada, cuando lo cierto es
que no es así, el Boulevard seguirá vivito y coleando durante mucho tiempo.
El documental en cuestión venía por
cuenta del colectivo Documental Perú, que deseaban plasmar en imágenes la
tradición que ha rescatado el Boulevard Quilca en su homónima calle. Cuando me
explicaron del fin del documental, les dije que sí, que podían contar con
Selecta para su realización. La misma predisposición recibió el colectivo de
los conductores de los otros stands del Boulevard.
Fueron pues más de tres días de puro
trabajo de los amigos de Docu Perú.
Al menos, en lo que a mí me respecta, le
puse toda la buena onda, en especial cuando tuve que abrir tres veces la
librería, que a los ojos de los que no saben de estos menesteres, piensan que
es algo difícil, pero que gracias a la práctica me he convertido en todo un
experto, haciendo lo que tengo que hacer en un par de minutos cada día.
Yesenia leyó poemas de Jorge Pimentel y
Blanca Varela.
Por mi parte, poemas de Enrique Verástegui
y Carlos Oliva.
No sé poemas de quién leyeron Galicio y
Pedro, conductores de stands que ya tienen sus años, en realidad, casi toda una
vida en esta calle que supura historia, tradición, poesía y mucho exceso.
No lo sabías: Vallejo vivió un tiempo en
esta segunda cuadra de Quilca. También Valdelomar. Ni hablar de los
intelectuales que frecuentaban sus bares y cafés a inicios del siglo pasado,
como aquel genial pensador que escribió los siete ensayos que, a pesar de la campaña
en contra de ciertos académicos posmos, debe leer todo peruano pensante.
Claro, podríamos hablar también de sus
tribus urbanas, de sus personajes que se dan cita día y noche. Al igual que en
muchas calles del centro, la vida está en estas calles en las que confluyen la
tradición y la escritura de una nueva tradición, que en lugar de enfrentarse,
se enriquecen.
Más de una vez me han preguntado sobre
las diferencias que encuentro en las calles del centro y las de otros lugares.
Por ejemplo, me preguntaron cuál es la diferencia que puedo notar con los
espacios de Miraflores y San Isidro, y mi respuesta, que no es mía, sino que se
la robé a una amiga miraflorina, definición que me resultó poética y epifánica:
“el Centro y Miraflores son dos bellas mujeres, nada novatas, todos las miran y
contemplan. En eso no hay discusión, pero hay una diferencia medular:
Miraflores es una mujer frígida”.
(Continuará…)
viernes, marzo 13, 2015
256
Un amigo me pregunta por qué no escribo
mi artículo “¿Qué ha pasado con mi generación?”.
En cierta ocasión le comenté mi
decepción sobre el papel lustrabotista que viene demostrando más de un
compañero generacional, que por nada ha hipotecado su opinión, sabiendo ahora
con quién deben y no deben meterse, guiados por la estrategia, por el favor
presupuestado que esperan recibir algún día, sin importar si ese favor se da en
el corto o largo plazo.
Me consta.
Nadie me dice nada.
Veo su espectáculo circense. Con ver me
basta.
Al respecto no digo nada, porque hacerlo
será una pérdida de tiempo y yo valoro mucho mi tiempo, que lo dedico
exclusivamente a leer.
Pero me resulta imposible pasar por alto
algunas de sus incoherencias, por ejemplo, cuando abren el hocico para hablar
de política y moral. El discurso político con teleobjetivo, cuidando muy bien
sus palabras, aderezando la opinión que más guste al personal, ajustándose a la
moda, a lo que opinen los gurús, con mayor razón si de este gurú dependa la
firma de una gollería.
No, señores, por allí no va la
legitimidad.
Tienen tan poca memoria que no se
acuerdan cómo han terminado los Reyes de la Diplomacia de la Literatura Peruana.
Así terminarán, como los otrora reyes, si es que no se desahuevan ya.
Sé que leen este blog, sé que no viven
su día sin antes darse una vuelta por este espacio y detectar algún mensaje
encriptado, cuando mensajes encriptados no hay aquí, porque carezco del talento
para esos fines. Pero bueno, así es la vida, no me queda otra que repotenciar
la carencia y así tener algo que decir, porque eso es la literatura, que la
podemos notar en cualquier formato, así sea en un minúsculo blog como este.
Pensaba en este post mientras ayudaba
anoche a un colectivo de amantes de los animales, en especial de los gatos. Los
encontré por casualidad en Alfonso Ugarte, ubicados a las afueras de Metro. Los
vi y me acerqué. Dejé de lado lo que pensaba comprar en Metro. Eran dos patas y
una flaca que se turnaban el megáfono, pidiéndole a la gente que adoptaran un gatito
vacunado y desparasitado. Más de uno(a) se acercaba y veía a los gatitos con
dulzura pero sin decisión de llevárselos. Entonces, hice mi labor y como quien
conversa por conversar les decía de la responsabilidad que conlleva criar un
gatito y para rematar mi discurso al vuelo, contaba de cómo fue que tuve a mi
primer gato, Nesho, que me acompañó por diez años.
Con mi intervención se fueron tres
gatitos a su nuevo hogar. Un gatito no solo te humaniza, también te desahueva,
te ayuda a ver la vida de otra manera, como el dejar que las cosas fluyan de
manera natural, sin forzar ni apurar nada. Cuando me fui, no dejaba de pensar
en que mis compañeros generacionales también necesitaban de un gatito, gatito
al que no harían favor, sino que el gatito les haría el favor a ellos.
jueves, marzo 12, 2015
miércoles, marzo 11, 2015
255
No soy de comer dulces. Me gusta lo
salado, condimentado y el ají.
A excepción del Cheesecake de fresa del
Don Juan, no consumo postre alguno. Sin embargo, ayer, mientras Yesenia, Carmen
y su hija almorzaban en el Queirolo, pensé en qué momento me convertí en un
consumidor de alimentos salados. La retrospectiva me llevó a mi infancia, a las
preferencias de niño caprichoso que me llevaba a estar en contra de la
preferencia gustativa de la mayoría de los niños de mi edad. Lo mismo en la
adolescencia y en lo que va de mi vida.
Quizá el gusto por determinados dulces y
postres provenga de los rostros veraces y satisfechos de los que me sugieren
darles una oportunidad. Pues bien, me bastó la recomendación de Yesenia para ir
al Queirolo y pedirme un postre que he probado cientos de veces, casi siempre
por cumplir, pero que ahora sí estaba dispuesto a darle una oportunidad, pero
una de verdad.
En el trayecto al Queirolo recibo la
llamada de un pata, que me pregunta por ciertas poses de algunos escritores
peruanos, jóvenes y no tan jóvenes, que sin haber llegado a la base cuatro
pontifican de asuntos literarios. Al respecto tengo una opinión, pero trato de no
malograr mi ánimo si estoy en los caminos del placer, porque comer me significa
un acto plácido, al que le tengo mucho respeto. No voy a arruinar ese momento
plácido hablando de esas poses que a mí me tienen sin cuidado, poses que bien
sirven para el aplauso de la platea pero cuya obra, que es lo que me interesa,
o que debería interesarme, envejece prematuramente.
Ingreso al Queirolo y me ubico en una
mesita al lado de una puerta que ya no es puerta, pero que me permite sentir el
viento fresco que baja por Camaná. Llamo a una de las meseras y pido una Coca
Cola y un panqueque de manjar blanco.
Creí que esperaría un tiempo prudencial,
pero ese tiempo se extendió más de la cuenta, al punto que por momentos la
espera se me pintaba de interminable.
Llamo a Hombre sabio y le pido que del
nuevo local de Selecta me traiga El
libertino de calidad del Conde de Mirabeau. Estuve revisando el libro la
noche anterior, fijándome en el pulso y el respiro eróticos de esta novela
disfrazada de memoria. Como se trata de una novela corta, la podía avanzar
mientras esperaba a que me traigan el panqueque de manjar blanco. Hombre sabio
me llevó el libro y empecé a leerlo. La lectura fluía, tampoco quiero decir que
me sentía desprendido de la realidad, difícil estarlo con los aromas y hervores
de los platos que servían los mozos y las meseras.
Al cabo de cuarenta minutos, previa
disculpa de la señora encargada del bar, tuve ante mí el panqueque de manjar
blanco. Otros comensales sí se quejaron por la demora, pero yo no, porque era
la primera vez que se demoraban con un pedido mío, además, en todo ámbito
laboral siempre hay involuntarios retrasos. Pedí otra Coca Cola, cerré el libro
y me puse a devorar.
martes, marzo 10, 2015
254
Un día de mucho calor. Al menos eso es
lo que puedo sentir al mediodía, cuando faltó poco para cerrar la librería para
irme a tomar un par de chelas al Don Lucho. Del CD Player escuchaba una
selección de éxitos noventeros. Por un momento me sentí como si estuviera en
Yakana Bar. No era para menos, puesto quien haya grabado esa selección tenía en
mente casi todas las canciones de James.
Atendía algunas llamadas desde el
teléfono fijo de la librería, teléfono que desde hace una semana me está generando
problemas, ya que está malogrado, gracia que me obliga hablar por el altavoz,
es decir, lo que me dicen se escucha hasta la misma pista de Quilca.
En esas estaba, apuntando lo que se me
dictaba, cuando recibo la visita del buen José,
poeta/narrador/cronista/novelista, con quien empiezo hablar de lo que más nos
gusta, nuestras posibles buenas lecturas en común, como también de lo último
que se viene escribiendo en la narrativa peruana. De paso, le confieso que he
tenido problemas para armar el discurso de la reseña de Kymper de Miguel Gutiérrez. Me cuesta mantener la primera impresión
de cuando leí la novela en diciembre pasado. Esto me hace pensar en las
mentiras que genera el apuro reseñístico. Ojalá mañana, que amanezca más fresco
y con ideas claras, me ponga de una vez a escribir la reseña de aquella novela
que fue elegida como la mejor del 2014.
Seguí hablando con José.
José ha leído mucho y eso siempre me
gustará de él, de su vida dedicada a la literatura, a leer con una voracidad
que no mengua pese a las inevitables responsabilidades familiares.
El tiempo transcurría y durante un momento
barajé la idea de invitarlo a almorzar, quizá un tallarín verde en el Queirolo.
Pero José no paraba de hablar de las narradoras chilenas que le gustan tanto,
de por qué no pega como tendría que pegar la narrativa del yo en la narrativa
peruana actual, de por qué creemos que escribir bonito es hacer literatura. No
podía estar más que de acuerdo con las cosas que decía, porque a mí me gustan
también las narradoras chilenas, porque también es evidente que la narrativa
del yo fracasa entre nosotros, con mayor razón cuando ese registro viene
condimentado con un exasperante optimismo, y ni hablar de esa idea de que
escribir bonito es hacer literatura, cuando lo axiomático es que los que
escriben bonito no tienen absolutamente nada que decir.
Me despido de José. José se va
tranquilo, pero cansado, como si lo que hubiera querido decir en las semanas
que estuvo en Lima recién lo pudo decir en la visita que me hizo. Vale.
lunes, marzo 09, 2015
"crimen, sicodelia y minifaldas"
Aunque no tengamos una tradición de
libros escritos al alimón, debemos reconocer que de lo poco, tenemos muy buenos
títulos que bien haríamos en repasar después de la fiebre mediática que
suscitaron cuando aparecieron. Al respecto, pienso en los dos libros que han
firmado José Carlos Yrigoyen y Carlos Torres Rotondo: Poesía en rock (Altazor, 2010) y Crimen, sicodelia y minifaldas (Mutantes, 2014).
Del primero podemos aseverar que es un
clásico contemporáneo, cuya condición de clásico no se dio desde el pitazo
inicial de su aparición, sino desde antes de publicarse. Se hablaba pues de ese
libro que desgranaría las idas y venidas de los movimientos y grupos poéticos
setenteros y ochenteros. La fuerza del libro descansa en un extraño poder que
muy pocas veces podemos hallar en los libros de hoy: en la posibilidad de
afianzar convicciones para todo poeta y escritor en ciernes, como también el
hecho de desengañarse ante las trampas de la emoción. Obviamente, no hablo de
un libro perfecto, por el contrario, es uno sumamente imperfecto, polémico, de cuyas
resonancias se seguirá hablando durante buen tiempo, ya sea desde el estrado de
un centro cultural o desde las mesas de ciertos bares del Centro Histórico y
Barranco.
Poesía
en rock
es un librazo que todo lector interesado en el devenir de la literatura peruana
contemporánea debe leer. Ahora, este potencial interesado la tendrá que sufrir
porque no le será fácil encontrar esta publicación, a la fecha casi agotada. Con
algo de suerte se podrá encontrar por allí, pero lo cierto, y me perdonarán la
infidencia los que tienen que perdonarme: no volverá a editarse nunca más.
Ocurre que los autores han decidido hacer lo que el “Zorrito” Aguirre no hizo
luego del partido por la Copa Libertadores del 2010 ante Estudiantes de La
Plata: retirarse por la puerta grande.
Ni hablemos de las leyendas literarias
que ha generado. Me explico: más de un académico, y de los serios, que ha
trabajado en comités de selección de concursos literarios, me ha jurado que en
una pasada Bienal del Copé de Novela se presentó una novela que era la
continuación de Poesía en rock, y
para redondear el detalle: esta novela la firmaban Torres Rotondo e Yrigoyen
(si no lo sabes, hasta en los celestiales predios del Copé se abren los sobres
para saber quién concursa, claro, luego se cierra el sobre y como si las
huevas). Movido por la curiosidad le pregunté a uno de los autores de Poesía en rock cuán cierto era este
dato. Era una pregunta retórica, pero quise suscitar la indignación de mi
interpelado. La respuesta fue negativa y le creí.
Conozco a Torres Rotondo e Yrigoyen, son
mis amigos. No me los imaginaba haciendo en silencio la segunda parte de su
celebrado libro, ahora en clave de ficción para mandarlo a un concurso. Lo que
pasa es que uno no es responsable de sus entenados literarios y, valgan
verdades, son pocos los escritores que bien pueden decir que tienen entenados
literarios.
*
El camino a la referencialidad de Crimen, sicodelia y minifaldas será un
poco más lento y me parece bien que sea así, que demore en asentarse en la
referencialidad. Esta publicación no debe admitir posero en su rebaño, puesto
que lo peor que le puede ocurrir a un libro como este es que tenga seguidores que
no exhiban el suficiente compromiso con lo que se nos cuenta en estas páginas
condimentadas con ironía y sabiduría, ironía y sabiduría que bien son los
sellos de sus autores.
Desde el título y el subtítulo Un recorrido por el museo de la serie B en
el Perú. 1956 – 2001, nos acercamos a la idea central de lo que se nos
ofrece: una suerte de recuento de lo mejor de lo peor de lo que se ha hecho en
cine, pero también en narrativa y cómic. Es decir, encontramos la disección de
poéticas llevadas al extremo del mal gusto, pero que en ese mal gusto es posible
detectar una estética, un discurso que con el tiempo se ha legitimado desde la
periferia, huyendo del reconocimiento del oficialismo cultural. Entonces, lo
que experimentamos al leer es preguntarnos más de una vez qué ha sido de esas películas,
libros y creadores. A saber: ¿En realidad Leonidas Zegarra es nuestro Ed Wood?
¿Cómo conseguir sus películas? ¿Es posible que Zegarra tenga hijos
cinematográficos en el interior del país? ¿Es Carlos Carrillo el “Satanás” de
la narrativa peruana contemporánea? ¿A lo mejor el narrador más honesto entre
tanto payaso lobbista que usa sus libros para tarjetear y así ser invitado a
una feria internacional o regional?
Obviamente, uno se hace más preguntas.
Prácticamente todas las páginas generan preguntas, uno cuestiona la veracidad
de los datos, y es precisamente ese cuestionamiento el triunfo de la publicación.
Ese cuestionamiento lleva al lector interesado a ir tras los datos que se nos
ofrecen, o sea, hurgar en las fuentes y sentir la epifanía de su valor cuando
te das cuenta de que existe, es real, lo que se nos estaba contando.
…
Publicado en LPG
domingo, marzo 08, 2015
"Thomas Wainewright, envenenador"
Nunca he sido adepto de Wilde.
En realidad, Wilde jamás figurará en la
galaxia de escritores que frecuento. Ahora, esto no quiere decir que estemos
hablando de un mal autor. No te confundas: si no te gusta un autor, no quiere
decir que este sea malo. Y si en caso eres presa de esta confusión, tan cara en
lectores poseros, aún estás a tiempo de enderezar el concepto.
No me gusta Wilde debido a que nunca he
sintonizado con su estilo literario. He leído todos sus libros y por más que lo
he intentado, muchas veces con el ánimo y consejo de otros grandes lectores, he
fracasado en la empresa.
Pero lo que me gusta de este escritor,
impresión que me viene del día de ayer, es su pensamiento, su envidiable
capacidad de argumentación y su ironía latente entre líneas.
Más de una vez he hablado de la
tradición de los retazos, aquella que forja el escritor en paralelo a la
concentración de las obras mayores. Este paralelo no es otra cosa que los
textos que le piden a manera de reseñas, artículos, ensayos y conferencias. Por
este motivo, presté especial atención a Thomas
Wainewright, envenenador y otros textos fulminantes (Ediciones UDP, 2014),
que tuvo a Juan Manuel Vial como el encargado de la traducción, prólogo y
selección.
Sin duda, este pequeño libro es una
genuina delicia, un orgasmo de la finura del pensamiento. Es que tratándose de
Wilde, solo podemos esperar buen gusto en su mirada. Encontramos pues un Wilde
distinto de sus libros de ficción y en las antípodas de su faceta de poeta, en
donde también constatamos un espíritu crítico, pero no mesurado, sino sensual,
provocador y envolvente.
Wilde no juzga lo que aborda, sino que
intenta entender, y es precisamente en ese sendero que nos topamos con el
ensayo-perfil de Thomas Wainewright en “Lapicera, lápiz y veneno”. En todo
momento, el hacedor de De Profundis se muestra interesado por la estética de la
propuesta de este escritor al que le faltó poco para convertirse en un asesino
en serie. Wilde baraja, y muy bien, la idea de que las incoherencias humanas no
tienen por qué ser determinantes al momento de catalogar al artista y su obra.
Para tal fin, Wilde inserta párrafos que nos grafican no solo el talento
literario del asesino, sino también su cultura no menos que oceánica. Wilde se
vale de estos párrafos para dejar constancia de que el hombre es muy distinto
del artista, dos sensibilidades que habitan el mismo cuerpo, la misma mente y
el mismo espíritu. Ergo: el arte como tal sobrepasa las miserias humanas.
Y sobre asuntos más cotidianos, se
enfoca en los relieves de los detalles,
el autor nos habla de modas, de las pequeñas grandes diferencias entre Estados
Unidos y Londres, de las maneras del vestir como idóneo método para saber de
una cultura, hasta de los modelos contratados por pintores. En cada uno de
estos textos tenemos a un autor que cree y muere en el buen gusto. Seguramente,
más de uno de estos temas, en otras manos, hubieran quedado en el olvido, lo
más probable escanciados de lugares comunes y, de remate, con un ensordecedor
llamado a la moral y las buenas costumbres.
Imagino que la presente publicación
podría interesar a los filowildes, ya que algunos de estos textos nunca antes
habían sido traducidos y, muy en especial, por el hecho de estar ante un Wilde
muy distinto, que no guarda relación con aquel que justificadamente muchísimos
idolatran.
…
Publicado en Siglo XXI
sábado, marzo 07, 2015
253
El viernes me levanté temprano y salí a
correr. Eran las seis de la mañana y el sol todavía no aparecía. La losa del
parque lucía libre de ocupantes. A la mitad de la primera vuelta empecé a
sentir el aniego del sudor. Eso era lo que necesitaba, sudar todo lo posible. La
consigna: matar las toxinas que vienen envenenando mi cuerpo desde hace un par
de semanas.
No hice las veinte vueltas de rigor.
Solo quince. Debía cronometrar mi tiempo y me conozco cuando me sobrepaso. Al
final, siento que las cosas se me juntan y no hay nada que deteste más que
hacer las cosas apuradas.
Tomé un duchazo y me alisté para avanzar
el libro del que ya acabé el primer capítulo. Me entusiasma este libro. Sin
exagerar, creo que nadie en este país está en condiciones de escribir un libro
como este, que no es de ficción, pero sí un híbrido. Uso las técnicas
narrativas en pos de un fin de no ficción. Solo de esta manera avanza el
propósito del libro, avanzo el libro como tal, porque en el híbrido me siento
cómodo, como un malcriado pez en el agua salada.
Cuando digo que nadie más puede escribir
este libro, hago hincapié en su contenido. Sin duda, hay gente más preparada
que yo en los oficios narrativos que bien pueden hacer uso de los mecanismos de
la ficción al servicio de la crónica y el reportaje. No, por allí no va el
asunto. A lo mejor, detrás de mí haya tres o cuatro más experimentados que yo.
Pero del tema que aborda este proyecto depende de una voz imparcial, o
llamémosla, una voz suicida que meta el dedo en la llaga, a la que no le
importe quedar bien con nadie, sino ser fiel a su conciencia y coherencia,
detalles, aspectos, que hoy en día son tan difíciles de honrar.
En esas estoy, aprovechando las primeras
horas del día. Pero tengo que dejar de teclear. Escucho los maullidos de Silvestre.
Por lo general, él no maúlla en las mañanas, solo dedica a esperar a que uno de
nosotros abra la puerta trasera de la casa.
Como los maullidos eran insistentes,
salí a abrirle puerta.
Me costó reconocer a mi gato. Estaba
sucio y con heridas. Había estado haciendo de las suyas, seduciendo gatas,
dejando su semilla entre las gatas del barrio, gatas que se pintan de niñas
bien, según sus dueñas, pero que al final, lo cierto, es que ellas buscan a
Silvestre. Lo cogí del lomo y sentí su debilidad. Le di de beber y le serví sus
galletas. Bebió y comió a las justas. Al rato lo acomodé en su cama y se quedó
dormido, profundamente dormido.
viernes, marzo 06, 2015
jueves, marzo 05, 2015
252
No sé qué manifestación había entre
Emancipación y Lampa, pero había tal cantidad de gente que no tuve opción que
acomodarme bien en el bus del Metropolitano e idear una manera de pasar y
aguantar el buen rato que esperé para llegar al paradero y abrir la librería.
No tenía mi mochila conmigo, la misma que había dejado anoche en la librería.
Eso quiere decir que no tenía nada para leer, algo que no me pasaba en mucho
tiempo. Me sentía extraño, o peor, un hombre incompleto.
Después de algunos minutos, cuando me di
cuenta de que la espera sería más larga de la que suponía y desanimado por la
fila de buses que también esperaban, empecé a quejarme de mi autosuficiencia
por no hacer caso a esa voz mañanera que me pedía que llevara un libro, ya que
sentí la alerta de esa voz al salir de casa y que por flojera, de llevar un
libro en la mano, no hice caso.
Las demás personas estaban lo suyo. Por
un momento envidié la simplicidad de sus vidas. La espera para estos hombres y
estas mujeres no existía, su mundo era el celular que tenía en manos. Encima,
más de uno reía mientras chateaba, escuchaba música o llamaba para decir que
estaban esperando a que pase una marcha. Yo, como simple mortal, que se niega a
hacer uso del uso del celular, debí conformarme con verles las caras, mirar el
techo, dedicándome a actividades hueveras como analizar la fibra de los
pasamanos.
Años atrás daba gracias por estas
esperas, porque me ponía a leer, importándome poco o nada lo que ocurriera en
el mundo exterior. Me llenaba de nuevas fuerzas que me permitían no tomar en
serio las recriminaciones que me hacían por mis tardanzas. En esas esperas, sea
de tráfico o mientras aguardaba mi turno en el banco, habré leído innumerables
novelas de bolsillo, como la mágica colección de novelas policiales de
Bruguera, colección que dirigía el narrador argentino Juan Martini.
La espera, en esas condiciones, sí era
un disfrute, el relajamiento en su máxima expresión. Pero ahora de nada servía
que me recrimine y me prometa nunca más salir de casa con las manos vacías. Mi
problema era este insoportable presente que calentaba mi cabeza, que abría las
compuertas de todas esas cosas que quiero reprimir y que me afectan, del
arrepentimiento, cuando en realidad no debes arrepentirte de nada porque lo
disfrutaste, de lo que hiciste o de lo que no hiciste cuando lo pudiste hacer,
del mohín ante el flash de lo que dijiste hace ya años y que te arrepientes de
haberlo dicho. Cuesta reprimir lo que te jode y, más allá del placer que puede
depararme la lectura, la lectura me ayuda a bloquearme de mí mismo, a mantener
en buen recaudo lo peor de mí.
Cuando el bus comenzó a avanzar, ya no
podía contener las buenas maneras. Estaba en toda la pureza de mi bestialidad
que no calmaré en más de cuatro horas.
miércoles, marzo 04, 2015
251
Ayer en la tarde caminábamos por las calles del centro. Luchábamos contra el calor, buscando la
sombra. Llegó un momento en el que no podía más y lo único que deseaba era
darme un clavado en esa poza de Pozuzo, poza de casi tres metros de
profundidad. Mis terribles sospechas se van haciendo realidad: al parecer este
será el peor verano en años. Sin duda, voy a tener que adaptarme, seré un
perdido animal tropical en esta ciudad gris y húmeda.
Con la cabeza caliente y el deseo de la
llegada de los frescos vientos de la tarde-noche, más de un pensamiento invadía
mi mente y mis recuerdos. A lo mejor estos pensamientos tenían que ver con los
manuscritos de cuentarios y novelas que vengo leyendo en los últimos días. Uno
de ellos pertenecía a un escritor relativamente mayor, y, claro, relativamente
reconocido en nuestro medio. Llamó mi atención un detalle: el texto estaba
escrito a máquina. Y por más extraño que suene, no leía en mucho tiempo textos
a máquina. Este escritor es pues un sudamericano pariente literario de Paul
Auster y Javier Marías, que bien sabemos, se resisten a usar computadora. En lo
personal no tengo conocimiento de alguien que hoy por hoy escriba en máquina de
escribir.
Pensé en el ritmo de la escritura, en
nada deudora de la velocidad escritural que depara una computadora. El medio no
es más que un factor secundario, uno que lo podemos metamorfosear. El ritmo lo
tiene cada escritor, un ritmo que metaforiza la ansiedad y la urgencia que
demanda el acto de escribir. Por eso, a veces me sorprendo de escritores, jóvenes
y no tan jóvenes, cuando me dicen que no pueden escribir porque necesitan de
una computadora, una portátil, nuevas. Miremos nomás a Marías, uno de los más
prolíficos que no sé cuántas Olympia Carrera de Luxe ha maltratado para el
beneplácito de sus lectores.